Hoy nos vamos al Sur, a Dixie, a esa tierra del algodón, y los trajes de satén rojo y verde, de La Cabaña del tío Tom, del orgullo de raza y de los atormentados clanes familiares. Esa tierra por la que Escarlata O’Hara estaba dispuesta a dar hasta la última gota de su sangre (ya se lo decía el rubicundo Ashley Wilkes: “Hay algo que amas más que a mí, Escarlata, aunque tú no lo sepas: es la tierra roja de Tara”), y cuyas bellezas alabaron compositores, escritores y directores cinematográficos.
Pues bien, de ese Sur surgen dos bebidas, dos combinados, que vienen de dulce para estas frías y lluviosas tardes invernales. La verdad es que se apuran con igual delicia en las calurosas noches estivales, pero eso es lo que tienen los buenos combinados, que siempre se les puede encontrar el momento y el lugar perfectos. Hoy nos ocupamos del más bravo (y mi preferido): el Whisky Sour.
Se trata de una bebida muy literaria, más cultureta que sofisticada. Años antes de ganar el Nobel, en 1949, el escritor sureño William Faulkner ya se había erigido en ferviente defensor de este preparado. Hablaba tanto de él y lo recomendaba con tal convicción que acabó poniéndolo de moda en el Hollywood de los cuarenta. Cuentan las crónicas que no había director, productor, actor o guionista que se resistiese a los encantos del brebaje. Otro en probarlo fue Nunnally Jonson, guionista de la adaptación cinematográfica de la obra maestra de Faulkner, Las uvas de la ira. Cuando ambos estaban trabajando en el libreto, el literato descubrió a Johnson las maravillas del Whiky Sour, con tanta persistencia que la borrachera, cuentan, les duró tres semanas.
Como los mejores combinados, los de verdad, los que estremecen el alma, el Whiky Sour es muy fácil de preparar en apariencia. Se sirven en la coctelera dos tercios de bourbon y uno de zumo de limón, a lo que se le añade una cucharadita de azúcar. Se bate bien durante unos quince segundos y se sirve en vaso o copa, según el buen gusto y el estilo de cada cual. Remátase la estampa con una guinda roja.
Si está bien preparado, un sólo sorbo debe transportarnos a uno de aquellos barcos de vapor que surcaban la majestuosidad del Mississippi, o transformar el sillón de Ikea del salón de casa en una mecedora dispuesta en el porche de la vieja mansión, desde el que podremos disfrutar de una melancólica puesta de sol más allá de las plantaciones de algodón.
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