lunes, 18 de febrero de 2008

Cormac McCarthy. Un ocaso en la llanura


Gracias a la participación de Javier Bardem y especialmente a su candidatura al Oscar, la película No es país para viejos ha despertado el interés de mucha gente que, posiblemente en bastantes casos, no se hubiesen acercado a ver esta cinta de contar con esa publicidad extra. Dejando a un lado el interés y calidad de la película, que no dudo (viniendo de los hermanos Cohen) pero que no puedo comentar al no haberla visto aún, de lo que sí me gustaría tratar aquí es del principal responsable de la historia, el escritor Cormac McCarthy, autor de la novela homónima.

Nacido en 1933, McCarthy ha sido señalado en diversas ocasiones uno de los cuatro novelistas más importantes de su tiempo, junto a Thomas Pynchon, Don DeLillo y Philip Roth. Mientras unos lo comparan con William Faulkner y a veces Herman Melville, otros ven en la presencia continua del tema del viaje referencias claras a Mark Twain. En cuanto a su prosa precisa y descarnada, probablemente sea la de Jim Thompson la primera que viene a la mente como comparativa.

No es la primera vez que una obra de McCarthy es trasladada a la gran pantalla. Billy Bob Thorton ya se encargó de plasmar en imágenes aquel hermoso y dramático fresco americano que era Todos los caballos bellos, por cuyo texto, publicado en 1992, el autor recibió el National Book Award. Aquél fue el primer volumen de la denominada Trilogía de la frontera, completada con En la frontera (1994) y Ciudades en la llanura (1998).

Sin dejar su relación con el cine, en la actualidad están en producción dos adaptaciones más de sus obras: La carretera (2006), novela ganadora del Premio Pulitzer de ficción, y Meridiano de sangre, adaptación de su libro publicado en 1985 en el que recupera una historia aparentemente clásica del lejano oeste para, desde la primera página, darle un vuelco al manido género, con una prosa sangrante y unos personajes inolvidables.

Celoso de su intimidad, McCarthy rara vez concede entrevistas, por lo que pocos han podido explicar la razón de que, en cuarenta años, no haya publicado más que once novelas y dos obras de teatro.

Cualquiera de las entregas de la Trilogía de la frontera es una buena puerta de acceso al universo de McCarthy, cuyas descripciones del medio oeste estadounidense resulta tan seductora y trágica como si de una película de Peckinpah se tratase.

jueves, 14 de febrero de 2008

Día de San Valentín: Siempre en mis pensamientos


Y dado que hoy es San Valentín, hacemos doblete con una de esas canciones románticas imperecederas. En este caso no se trata de un canto al amor ni una descripción del embobamiento producido por este, sino de algo aún más significativo: el error reconocido y la petición de una nueva oportunidad para seguir junto a la persona amada.
Toda una declaración de intenciones de la mano del habitual de este blog, el amigo Willie Nelson.

Always on my mind. Siempre en mi mente

Tal vez no te traté / tan bien como debería haberlo hecho / Tal vez no te amé / tan a menudo como debería / Nunca me tomé tiempo / para hacer y decir pequeñas cosas.

Siempre estuviste en mi mente / Siempre estuviste en mi mente

Dime que tu dulce amor no ha muerto / Dame una nueva oportunidad / para satisfacerte, y te mantendré satisfecha

Tal vez no te abracé / todas esas noches solitarias / Y creo que nunca te dije / lo feliz que soy de que seas mía / Si te he hecho sentir en segundo plano / chica, perdona porque estuve ciego

Siempre estuviste en mi mente / Siempre estuviste en mi mente

Dime que tu dulce amor no ha muerto / Dame una nueva oportunidad / para satisfacerte, para satisfacerte.

Nunca me tomé tiempo / para hacer y decir pequeñas cosas.

Siempre estuviste en mi mente / Siempre estuviste en mi mente



Escenas memorables: Centauros del desierto


Suele ocupar los primeros puestos en cualquier lista que se publique sobre las mejores películas de la historia del cine, o más aún, sobre los mejores western. El comienzo y final son abordados con detalle en cualquier libro de estética cinematográfica que se precie, con esa puerta del rancho (metáfora de la comunidad) que se abre para recibir al héroe errante y, al final, cumplido el objetivo del largo viaje, la puerta que se cierra dejándole fuera, para que siga su camino.

También ha hecho correr mucha tinta la pose final del protagonista, homérico John Wayne, cogiéndose un brazo en homenaje al recién fallecido Harry Carey, cuya mujer -Olive Carey- aguantaba como puede las lágrimas como compañera de escena.

Son ese tipo de momentos mágicos que el maestro John Ford depara en cada una de sus películas. Pero es que en el caso de Centauros del desierto, el genio irlandés estaba en verdadero estado de gracia.

Estrenada en 1956, lo difícil en esta película es no resaltar algo, ya sea el guión de Frank S. Nugent, la música de Max Steiner o la impactante fotografía de Winton C. Hoch, que nos regala un Monument Valley más imponente que nunca.

Sin embargo, entre tanto trabajo impecable, entre tanto personaje entrañable (memorable Hank Worden en busca de una mecedora) y en medio de una historia tan dura como amarga, Ford lanza un guiño al espectador enseñando el extremo de un hilo del que muchos han querido tirar durante más de cincuenta años.

Me refiero con eso a la historia de amor entre el protagonista, Ethan Edwards, y su cuñada, de la que nada se dice pero de la que todo se cuenta, con dos miradas y una tercera que no quiere ver. A saber: Edwards vuelve errante a casa de su hermano tras la guerra civil y allí encuentra un cálido hogar constituido por el matrimonio, tres hijos y el perro de rigor. Todo es normal y entrañable. Un grupo de exploradores llega al día siguiente para alertarles de ataques comanches a las granjas de los alrededores. Lo capitanea un viejo amigo y compañero de armas de los Edwards, el reverendo Samuel Clayton (virtuoso Ward Bond). Ethan decide acompañar al grupo para que su hermano pueda quedarse en casa a cuidar de su familia... y entonces llega la escena impagable.

Todos están fuera, menos el reverendo, que degusta un café sonriendo tras bromear con los niños. Pero de pronto, su semblante cambia al ver cómo Martha Edwards, con notable melancolía, coge con cuidado el capote de su cuñado, y lo acaricia, y le quita algunas motas. Entonces entra Ethan y ella sale de la habitación a su encuentro. Y el reverendo gira la cabeza y pierde la mirada. Ethan recibe de su cuñada el capote y el sombrero, intercambian miradas, y sus manos se rozan de soslayo. Un beso en la frente sirve de despedida. Y Martha mira fugazmente al reverendo...

En apenas treinta segundos, Ford cuenta una historia de amor que no pudo ser, un sacrificio más de Ethan para no romper el hogar forjado por su hermano que tanto envidia, porque sabe que él nunca podrá conseguir algo así. Y el reverendo, el viejo amigo, lo sabe todo, y todo lo calla.

Una película para ver una y mil veces, como cualquiera de John Ford, grande entre los grandes. Y una escena, con el tradicional ‘Lorena’ sonando de fondo, para emocionarse otras tantas más.



miércoles, 13 de febrero de 2008

Escenas memorables: Ciudad Dorada (John Huston)


Hay películas, escenas determinadas, que te emocionan y se te quedan marcadas, y siguen pellizcándote cada vez que las ves. En mi caso hay dos que, con diferencia, comparten el primer puesto entre mis momentos favoritos de la historia del cine. Uno de ellos son los cinco minutos iniciales de Ciudad dorada.

En 1972, tras haber pasado por géneros como la aventura, el negro o la comedia, el genial John Huston decidió volver al tema que mejor se le dio siempre, el de los perdedores. Partiendo de una modesta novela de Leonard Gardner, de título Fat City, Huston se dispuso a filmar una de sus más hermosas creaciones, toda una oda a los hombres y mujeres que, sin suerte, hacen lo posible para sobrevivir día tras día, a pesar de ver que los sueños que alguna vez tuvieron han quedado ya demasiado lejos. Dado que el contexto era el mundo del boxeo, Houston aprovechó para hacer de ésta una de las mejores películas del género, y ya de paso, dar toda una lección de lenguaje cinematográfico con esos cinco primeros minutos.

En ellos, sin decir ni una sola palabra, se presenta no sólo al personaje principal (un boxeador acabado, en un hotel de mala muerte) sino también la propia ciudad, un enclave cualquiera del medio oeste, metáfora de una sociedad marcada por el estigma de la desdicha. El protagonista (magistral Stacy Keach, en el mejor papel de su carrera) busca con hastío una cerilla para encender su último cigarrillo. Finalmente, decide vestirse para ir a comprarlas. Pero una vez en la calle, se estira, observa, esboza unos movimientos pugilísticos y prefiere volver a su habitación en busca de la bolsa de entrenamiento.

La escena no cuenta nada extraordinario, y sin embargo dibuja con gran profundidad a un personaje y a toda una ciudad. En definitiva, John Huston logró una muestra memorable de realismo sucio cinematográfico, entre cuyos planos y diálogos puede saborearse el aroma del bourbon de Tennessee Williams y el humo de los habanos de Ernest Hemingway.

A ello ayudan tanto la magistral fotografía de Conrad Hall como, sobre todo, la canción de Kris Kristofferson, en una versión especialmente lacónica. Huston la escogió porque expresaba con palabras justamente el sentimiento que quería trasmitir con la película. Aquí os dejo su traducción y esa escena inicial. Si alguien tiene la suerte de que le emocione como a mí, le recomiendo que no se pierda la película completa

Help Me Make It Through The Night. Kris Kristofferson (1970)

Quítate la cinta del pelo / sacúdelo, déjalo caer / se extiende suavemente sobre mi piel / como una sombra en la pared.

Ven y tiéndete a mi lado / hasta la primera luz del alba / todo lo que quiero es tu tiempo / ayúdame a pasar la noche

No me importa lo que está bien o mal / No quiero intentar entender / Que el diablo se lleve el mañana / porque esta noche necesito una amiga

El ayer está muerto ha pasado / y el mañana aún no se ve / y es triste estar solo / ayúdame a pasar la noche

No quiero estar solo / ayúdame a pasar la noche