jueves, 19 de febrero de 2009

El hombre que mejor sabía llevar un sombrero en Sevilla

Mi abuelo y mi madre solían repetirnos a mi hermano y a mí hasta la saciedad una de esas frases que acabas acunando con cariño en la memoria: “No preguntes por saber, que el tiempo te lo dirá, que no hay cosa más bonita que saber sin preguntar”.

Bueno, pues hoy voy a ser “el tiempo”, para decirle al personal algo de una vez que parece que nunca ha querido preguntar o que, sencillamente, no le interesa. Un gorro, no es lo mismo que un sombrero. Ni en aspecto, ni en su uso ni en la cuna que los arrulló. Y de las dos o tres cosas que más me hacen hervir la sangre en este mundo es cuando alguien, refiriéndose a un sombrero, lo llama gorro.

Sin poesía ni puñetas, echando mano de la RAE, diremos que un gorro es una “pieza redonda, de tela o de punto, para cubrir y abrigar la cabeza”, mientras que un sombrero es una “prenda de vestir, que sirve para cubrir la cabeza, y consta de copa y ala”.

Sencillo, ¿verdad? Es decir, que el gorro es lo del capitán Pescanova, y se lo encasqueta uno por frío, y el sombrero, además de quitar algo de pelete o de claridad del sol, es ante todo estético. Pues todavía me encontraré alguno que me dirá: “¿has visto ese gorro de Indiana Jones?”, y entonces yo tendré que buscar el látigo del susodicho para recordarle la lección de hoy.

Aclarado esto, vamos con la cuestión que de verdad me interesaba tratar en este post. En estos días que corren, la urgencia lo marca todo. Vamos con prisa a todos lados y todo lo hacemos con la mayor premura. Esto hace que lo bueno de esta vida nos pase ante las narices y no nos demos ni cuenta. Ya no tenemos ganas ni tiempo de detenernos a disfrutar del olor del jazmín en primavera durante un paseo. ¡Qué puñetas, ya no tenemos tiempo ni de pasear!

Con este ritmo de vida se ha perdido también el gusto por el detalle, por recrearnos en las pequeñas cosas. Por ejemplo, a la hora de vestir.

Si algo me gustaba cuando andaba con mis abuelos, Ángel y Manolo, era asistir al ritual de cada uno a la hora de prepararse para salir. A lo mejor sólo íbamos a comprar el periódico, pero eso no importaba, los dos cada uno en su estilo, salían siempre como un pincel. Unos pantalones bien planchados, igual que las camisas, frescas y suaves. Corbata con el largo justo y el nudo en su lugar. El pasador, los gemelos -si tocaba-, el reloj, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, los zapatos como espejos... Pero no era el qué, sino el cómo. Ya digo, todo un ritual. A veces se dice eso de “parece un artista de cine”, y no es un tópico. Acabo de describir sin darme cuenta una escena de mis abuelos muy parecida a un pasaje de mi libro sobre Sinatra y sus amigos del Rat Pack.

Pues bien, en ese saber vestir, en ese gusto por el detalle, mi abuelo Manolo tenía por costumbre usar mascota. ¿Qué es eso? En su tercera acepción, mascota: “En Andalucía, sombrero”. Los tenía de distintos materiales y colores, según la época del año y el terno a lucir. A mí me encantaba coger alguno y jugar con él. Mi abuelo era serio conmigo pocas veces, y una de esas escasas ocasiones era cuando me ponía uno de sus sombreros. Me llamaba a su lado y no me reñía por haberlo cogido, por el contrario, lo que hacía era explicarme cómo debía calármelo. Ligeramente inclinado, un leve toque. Y yo me pasaba mis buenos ratos ante el espejo intentando conseguir ese punto justo, al igual que hacía en casa de mi abuelo Ángel para tratar de conseguir los mejores nudos de corbata.

Parece fácil ponerse un sombrero, ¿verdad? Eso pensaba yo. Pero es que una cosa es hacer algo, así sin más, y otra muy distinta hacerla bien.

Hoy día empieza a verse por las calles de muchas ciudades a más gente con esta prenda, tanto gente joven, treinteañeros, como hombres de más edad, pero a mediados de los ochenta eran muy pocos los que gastaban esta prenda. A pesar de todo, podías ver por Nervión y por el centro a señores mayores con su sombrero ligeramente ladeado. “Así hay que llevarlo”, me decía a mí mismo con aires de experto en la materia. Al fin y al cabo, ¿qué misterio había en eso, verdad? Calarse el sombrero y echarlo un poco hacia el lado.

Hasta que un día se me vino abajo la teoría. Andábamos por la calle Tetuán y mi abuelo llamó mi atención sobre un hombre que se acercaba caminando hacia nosotros. Me dijo el nombre, que en mi torpeza no recuerdo; era un torero.

Debía rondar los setenta como poco, muy alto y delgado. Andaba con cierta dificultad, aunque a un ritmo bastante ágil. Lo veo hoy perfectamente, como si hubiese sido ayer y no hace veinticinco años, con un impoluto traje color café con leche. El mismo tono que el del sombrero cordobés con el que tapaba su cabeza.

“Ese señor -me dijo mi abuelo-, es el que mejor sabe llevar un sombrero en Sevilla”.

Me quedé helado. Cosas de la edad, supongo. Es curioso cómo me parece sentir aún aquel pellizco. No dejé de mirarlo hasta que lo perdí de vista, creo que por la calle Rioja. Supongo que el hecho de que recuerde la estampa con tanta nitidez se debe a que quedó grabada en mi mente a conciencia.

¿Qué hacía especial a aquel hombre? No me pareció que su manera de llevar el sombrero fuese muy distinta de la de mi abuelo o la del resto de los hombres que pudiera ver con esta prenda. Con el paso de los años fui entendiendo a lo que se refería mi abuelo. Se trata de ese “algo más”, que unos llaman arte, otros duende y los más refinados, talento.

Es una manera especial de hacer las cosas, cuando uno pone el corazón en lo que hace, por insignificante que sea el gesto. Podemos hacer algo en tres segundos porque hay que hacerlo, o bien porque queremos hacerlo. Según cuál sea la opción que escojamos el resultado será muy diferente.

Pero mi abuelo se equivocaba en algo. Eran dos los hombres que mejor sabían llevar un sombrero en Sevilla: el viejo torero y él.

Debía rondar yo los quince años cuando alguien le dijo a mi abuelo que el diestro había muerto. Estábamos en un bar junto a su casa, y mientras lo veía hablar con algunos amigos recuerdo que pensé que mi abuelo era entonces algo así como eso que decían en las películas, “el último de una especie”: el hombre que mejor sabía llevar un sombrero en la ciudad. No lo pensé con orgullo ni alegría, sólo era una reflexión; algo curioso. Pero después sentí un poco de miedo, no sabía bien por qué. Y más tarde, cierta tristeza.

Como decía antes, ahora vuelve a verse por las calles de muchas ciudades a gente usando esta prenda. Pero ya no hay nadie que sepa llevar un sombrero en Sevilla como Dios manda.

5 comentarios:

Teo Palacios dijo...

Si es que, con estas cosas, a uno se le ponen los vellos de punta!!!!

Me ratifico, Javi: efectivamente, estos son los mejores ;)

Gracias

sempiterna dijo...

Muy bonito post, Javi. Doy fe de la inclinación del sombrero del abuelo Manolo, de que no he visto a nadie (salvo a su nieto) llevarlo así, de lo mucho que genéticamente te gustan y de que ambos abuelos salían como un pincel.

Esto me lleva a pensar en lo que te gusta a ti salir como un pincel aunque no tengas una gran planchadora a tu lado, suerte que posiblemente tenían tus abuelos. Tus abuelas tenían el esmero y la dedicación de hacer que esos hombres saliesen como pinceles.

Javier Márquez Sánchez dijo...

Gracias a ti, Teo, por la inspiración indirecta. Conste a todo visitante de este blog, que el amigo Teo es uno de los que más me anima a no ser tan perezoso y afrontar de vez en cuando este tipo de entradas.

Sempi, ya sabes que no quiero planchadoras, porque prefiero ocuparme yo de mis camisas... :-P
Pero por el contrario, sí que me das otras muchas cosas que me animan a salir a la calle -a intentarlo, quise decir- como un pincel. Y es que cuando uno se siente feliz intenta sacar al exterior esa sensanción de dicha...

Teo Palacios dijo...

Si señor, chapó por esta entrada que acaba de trasladarme a mi más tierna infancia.

Mi abuelo también era de esos que tenía el "duende" de saber llevarlo...

Mari

Javier Márquez Sánchez dijo...

Pues entonces, Mari, ya eran tres...

Un beso bien fuerte.