viernes, 27 de febrero de 2009

Con Miles y Mickey en Esquire

Esta semana ha salido a la venta el número de marzo de la revista Esquire. Y una vez más, el que suscribe está feliz y contento de poder anunciar que vuelve a estar presente en sus páginas. En este caso se trata de un reportaje sobre el álbum de Miles Davis Kind of blue, al que ya dediqué una amplia entrada en el blog. Si bien en aquella ocasión me centraba en un análisis más técnico de la obra y su grabación, el nuevo texto versa más bien sobre la influencia del álbum a lo largo de los años, aunque como es lógico hay varios puntos convergentes con mi redacción anterior. El día que el jazz cambió para siempre, es el título del artículo.

Pero además, debo reconocerlo, me ha hecho ilusión verme destacado en una sección inicial en la que suelen resaltar siempre a cuatro colaboradores del número en cuestión, incluyendo su fotografía y aportando cuatro detalles biográficos con el peculiar estilo Esquire de ver las cosas. En mi caso, me presentan como "periodista y autor de biografías y libros sobre la música y la (buena) vida". Y apuntan: "se dice que Sinatra es su Dios y Dean Martin su profeta".

Para rematar la cosa, vuelvo a tener la suerte de estar en un número con una portada que me encanta: nada menos que Mikey -Randy The Ram- Rourke. El nuevo perdedor entrañable del cine actual al que en breve habrá que dedicarle una entrada de la serie Benditos malditos.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Por último vinieron a por mí...

Es curioso la cantidad de entradas de este blog que se me han ocurrido mientras tomo café en el bar que hay junto a la redacción. Y es un bar como cualquier otro, nada especial, al que suele acudir una fauna tan variopinta como la de tantos otros locales similares: madres tras dejar a sus hijos en el colegio, empleados municipales de parques y jardines, obreros de la construcción, señores estirados en mitad de un negocio...

Hoy estaba dando cuenta de la tostada con aceite y tomate, leyendo las barbaridades diarias de un Antonio Burgos cada vez más radical, cuando una frase se escapó de la mesa a mi lado y me zarandeó: "A mí, macho, es que me da todo igual. Que si el aborto, que si los gays, que si la Iglesia… Mientras yo tenga mi curro y el Betis no vuelva a bajar, que hagan lo que quieran".

Hablaban de política, claro. Y no me importa ni me interesa el tema concreto al que se referían. Lo que me hizo reflexionar fue esa actitud pasiva cada vez más extendida entre gente de todas las edades. Igual es que han escuchado por ahí aquella famosa frase: "Haga como yo, no se meta en política", y como suena a eslogan publicitario, pues han picado. Igual no saben que quien largó la frasecita de marras fue aquel general chusquero que impuso la danza del sable en España durante cuarenta años.

Pan y circo es una fórmula que, parece mentira, sigue funcionando más de dos mil años después que la desarrollaran los romanos. Aún no me explico cómo se las apaña uno para pensar que el pueblo es una cosa y la clase política otra; gente especial, algo así como una estirpe real, pero en lugar de con sangre azul, con una de tono más bien gris putrefacto.

Pero ya sabemos que no es así. Los políticos son hombres y mujeres como cualquier otro mortal, a los que sus vecinos van respaldando poco a poco con su apoyo hasta convertir a alguno de ellos en presidente de la comunidad… nacional. Pero claro, a esa clase política a la que se apoya con ardor en épocas electorales no se la puede dejar sola; hay que vigilarla y mandarla a hacer puñetas si es necesario.

Porque eso de tirarse en el sillón y allá me las den no conlleva buenas consecuencias. Tal vez no ahora, tal vez no durante algunos años, pero si las cosas se ponen feas, conviene que haya siempre ahí un pueblo firme, comprometido y dispuesto a agarrar al político que saque los pies del plato y darle un buen puntapié en el trasero.

En realidad yo no quería divagar tanto sobre el tema. Si he de ser sincero, ese comentario en el bar me llevó por alguna razón a pensar en un hermoso poema de Bertol Brecht -aunque también se apunta la autoría de Martin Niemöller- precisamente sobre esa actitud complaciente y comodona de cruzar los brazos y dejar que otros se las apañen. Lo recuerdo bien porque me quedé impresionado cuando José Sacristán lo leyó en un acto de homenaje a Miguel Ángel Blanco, ejecutado por ETA. Me impresionó el texto, me impresionó el talento del actor al recitarlo, y me dejó clavado en el sillón el bochornoso espectáculo de miles de peperos abucheando al artista, emulando todos al unísono el delicado sonido de una manada de reses mugiendo temerosas ante la proximidad de un lobo, al grito de: "¡Comunista!"

Pero ésa es otra película.

Primero vinieron a por los judíos y no dije nada,
porque yo no era judío.

Después vinieron a por los comunistas y no dije nada,
porque yo no era comunista.

Más tarde vinieron a por los sindicalistas y no me importó
porque yo no era sindicalista.

También vinieron a por los intelectuales,
pero como yo no era un intelectual, me dio lo mismo.

Luego vinieron a por los católicos, pero no me importó,
porque yo era protestante.

Por último vinieron a por mí.

Entonces sí que reaccioné y grité,
pero ya era demasiado tarde.
No quedaba nadie para decir algo
en mi defensa.


Bertol Brecht / Martin Niemöller

martes, 24 de febrero de 2009

Acordes de mi nueva novela

Los asiduos a este blog ya sabéis de sobra que la música, como el cine, es una de mis grandes pasiones, así como influencia evidentes a la hora de sentarme ante el teclado para dar forma a mis propias creaciones.

Esto, en ocasiones, conlleva sus peligros, como el hecho de que no pueda resistirme a dotar de obra musical a uno de los personajes de la nueva novela en la que ando trabajando. Su nombre es Willie Pike, y es un veterano cantautor de música country, muy unido al director de cine Sam Lonergan. Sin ser el protagonista de la historia, Lonergan es uno de los nombres clave de la misma; incluso podríamos decir que es algo así como su protagonista "espiritual". En cualquier caso, me venía bien, para el pasaje en el que el viejo Pike recuerda los viejos tiempos para el joven que anda tras la pista del cineasta, que el artista rescatase una canción que compuso en homenaje a su amigo.

La cosa, como digo, no ha quedado en la mera referencia, sino que me he animado a componer el tema en cuestión. Y ayer, tras descubrir unas sorprendentes herramientas que me escondía el programa Nero, me lancé a grabarla.

Hace ya bastantes años que no me atrevo a pasar tanto tiempo con la guitarra como hacía antes, y ha pasado una eternidad desde que compuse mi última canción. Sin embargo, he disfrutado mucho con este nuevo desafío, tal vez porque no es una canción mía, sino de Willie Pike, escrita con un estilo, un ritmo e incluso en un idioma con los que nunca había trabajado antes. Me ha gustado tanto la experiencia que ya trabajo con algunas ideas para dos nuevas canciones de Pike. Ya sabéis, locuras de escritor...

Sed buenos, no seáis crueles, pues no es mi intención con esta grabación hacer halago de capacidad interpretativa ni de dominio de las seis cuerdas. Tan sólo me resultaba simpática la idea de lanzar un "adelanto" de la novela, aún en proceso de escritura, de esta forma un tanto inusual.

La canción lleva por título Sam's ballad, y os dejo aquí la traducción dado que el viejo Willie Pike, como no podía ser de otra forma, compone sus piezas en su lengua natal.



La balada de Sam

Era un vendedor de almas.
Nada más que un narrador de historias.
Era el bebé muerto
antes de nacer.

Era un borrachín,
un mentiroso, un asesino de corazones.
Era un soñador
y Dios maldijo su espíritu.

Así que todas aquellas noches en El Paso,
de camino a través de Santa Fe,
amando a malas mujeres, bebiendo tequila;
esos recuerdos vuelven a mí ahora
al pensar en Sam Lonergan.

Abrazó la soledad.
Fue el gran olvidado.
Mordió la manzana
y se la escupió a Dios.

Él era el padre,
el marido, el mal hijo.
Él era el amigo
que te gustaría tener.

Así que todas aquellas noches en El Paso,
de camino a través de Santa Fe,
amando a malas mujeres, bebiendo tequila;
esos recuerdos vuelven a mí ahora
al pensar en Sam Lonergan.

lunes, 23 de febrero de 2009

Almodóvar, te has colado

Acabo de llegar a la redacción para empezar con pocas ganas una nueva semana y me encuentro con un mensaje remitido a los medios de comunicación por la oficina de Pedro Almodóvar, El Deseo, para celebrar el Oscar recibido por Penélope Cruz. En el emotivo texto se cuela un comentario que puede interpretarse de varias maneras, pero la más evidente, la que salta a la vista y la que me ha llevado a dedicarle esta entrada, es del todo inapropiado, injustificado y absurdo.

El Oscar de Penélope es el triunfo del talento, la ambición, la tenacidad, y unas dotes extraordinarias para la comedia. Y del valor de una actriz que se lanza de cabeza y sin paracaidas, con papeles muy arriesgados, a veces sin contar con apoyaturas dramáticas suficientes, como es el caso de la película de Allen, que ella suple con gracia, corazón y carisma. He llorado de alegría cuando he escuchado su nombre después del clásico "and the Oscar goes to".
Pedro Almodóvar

¿De qué estás hablando, Pedrito? Y conste que yo suelo ser de los defensores a capa y espada del cine del manchego, pero me aprece una rabieta barriobajera el definir de ese modo el excelente guión del neoyorquino para Vicky, Cristina, Barcelona, por no hablar de su elegante puesta en escena y sutileza narrativa, sin duda mucho menos "artificiosa" -puestos a luchar, luchemos- que la del autor de Kika. En cuanto a "apoyaturas dramáticas", el papel de María Elena es una perita en dulce, todo un regalo lleno de matices y confeccionado muy en la línea de mujer popular latina, a lo Sophia Loren y Anna Magnani, que tanto gusta también al propio Almodóvar.

Del todo incomprensible veo este comentario, que además no viene al caso en absoluto. En un mensaje de felicitación de tan pocas líneas, una apreciación así denota el deseo y la necesidad de meter el dedo.

Muy mal, Pedro, el dedito debías haberlo metido en otro sitio (¡Que no, que no digo ahí! ¡Qué mal pensados sois todos!).

Total, Peter, que te has colado, bacalado.

sábado, 21 de febrero de 2009

Simon, Garfunkel, la Sempi y yo

Menudo notición el que se dio el jueves y yo sin enterarme... ¡Simon & Garfunkel salen de gira una vez más! ¿Sería en esa cena de la puse una foto más abajo en la que hablaron del asunto...?

Paul Simon y Art Garfunkel una vez más. Carretera y manta. El dúo de folk estadounidense que nació a finales de los 50 y que causó furor en los 60 han decidido emprender una nueva gira, como ya hicieron en 2003. Sin embargo, en esta ocasión, no se sabe si Simon y Garfunkel, ambos de 68 años de edad, volverán a actuar en Europa como en 2003.

Parece que todo surgió después de que ambos unieran sus voces a mediados de febrero en la reapertura del legendario escenario neoyorquino Beacon Theatre. En realidad era un concierto de Paul Simon en solitario, aunque salpimentado con algunos invitados especiales, como el alcalde de la ciudad, Michael Bloomberg, o Jon Bon Jovi. El gran momento, claro, llegó cuando Paul invitó a subir a su viejo amigo, Art Garfunkel, y juntos interpretaron tres de sus grandes éxitos: The sounds of silence, The boxer y Old friends.

Pocos días después, en una entrevista para la cadena británica BBC, Garfunkel confirmaba que a los dos amigos les había dado morriña y habían decidido embarcarse en una nueva gira juntos. Nada más se sabe al respecto. Ni siquiera si ese tour tendrá fechas en Europa.

La pareja de oro del folk ya se reunió en 2003 para recorrer el mundo en una gira histórica que culminó en Roma, el 31 de julio de 2004, en un concierto gratuito frente al Coliseo ante 600.000 personas. Dos de esas personas éramos Sempiterna y yo. Ni que decir tiene que la experiencia fue memorable. A la Sempi nunca le gustaron demasiado los chicos, tal vez, precisamente, porque a mí me encantaban. Pero creo que ella disfrutó casi tanto como yo.

La música de Simon & Garfunkel jugó un importante papel en mi vida. Los descubrí a esa singular edad de los 14-15 años, cuando uno es una esponja y la personalidad empieza a moldearse más allá del ambiente familiar. Mi padre me animó a ver una noche El graduado, y me encantó, claro. Y las canciones del dúo me fascinaron. Pocos meses después ya tenía todos los discos de Simon & Garfunkel (en vinilos, ya ha llovido) y sus respectivos libros biográficos y con la traducción de las letras.

Hasta el momento yo había sido un apasionado del cine, por encima de todo. No escuchaba otra música que no fueran bandas sonoras y apenas leía nada que no tuviera que ver con las películas o "derivados". Pero recuerdo la sensación que experimenté la noche que escuché por primera vez el último disco del dúo, el Bridge over troubled water, que irónicamente fue el priemro que compré. Me lo empapé de cabo a rabo dos veces seguidas, y me dije: "Aquí hay otro mundo, Billy Bob".

A partir de entonces todo fue cambiando. Aquellas canciones me llevaron a otras, que me llevaron a películas y libros a los que no me habría asomado de otro modo. Buscando sus piratas en directo -mucho antes del emule-, le encontré el gusto a eso de rebuscar en las tiendas de segunda mano, a observar los detalles en esta grabación frente a la de seis días atrás... En definitiva, el detallismo del coleccionista.

Separados oficialmente en 1970, tras alguna que otra tensa reunión, cuando yo empecé a escuchar a Simon & Garfunkel ya nadie veía posible una nueva gira del dúo. Era casi tan difícil como un nuevo disco de los Beatles. Así que tuve que conformarme con verlos por separado. En 1996, a Garfunkel en Málaga. Y en el año 2000, a Simon en París. Aquel fue un viaje de los que no se olvidan, que compartí con los creadores de la web The sound of Simon, con quienes poso en esta foto, más feliz que una perdiz, junto al propio paul Simon.

Y en eso, llegó la gran noticia. La pareja volvía a reunirse.

La Sempi y yo nos pasamos una semana en Roma disfrutando de la ciudad y preparándonos para el concierto. Sabíamos que habría gente, pero más de medio millón de personas bailando y brincando a lo largo de una amplia avenida rodeada de vestigios romanos... Oye, eso impresiona. El evento tuvo además un toque especial para nosotros, pues dos meses después salía a la venta mi primer libro: Paul Simon y Art Garfunkel. Negociaciones y canciones de amor. Si eso no es cerrar el círculo...

Os dejo aquí un montaje fotográfico que preparé aquel mismo verano, con imágenes de todo el viaje, cerrando con algunas instantáneas del concierto e incluso del ensayo de aquella misma mañana, al que asistimos de pura casualidad. El fondo musical corresponde también a aquel recital, "gallo" de Garfunkel incluido. Es la canción A hazy shade of winter, la preferida de Sempiterna.

Aquello fue, literalmente, un sueño hecho realidad. Aunque no hubiese sido ni la mitad de bueno de no haberlo compartido con ella.

viernes, 20 de febrero de 2009

Juncal (a vueltas con el arte y los sombreros)

Ayer hablaba sobre el arte de llevar bien un sombrero, y eso me trajo a la memoria un personaje de ficción que también sabía darle su toque justo a la prenda. A ésa, y a cualquiera a la que echara mano. De esos “hombres de antes”, que hacían lucir un terno ya fuese éste de saldo o de la más prestigiosa sastrería.

Hoy, este humilde literato metido a empresario por un día, tiene el placer de presentar “al otro lado del río y entre los árboles”, a una de las grandes figuras del arte español: José Álvarez, Juncal, matador de toros.

Tomó la alternativa en TVE en el año 1985, como capítulo independiente de la serie Cuentos Imposibles, de Jaime de Armiñán. Tanto éxito obtuvo la historia de este viejo diestro, renqueante, pícaro y de buen corazón, que tres años después se estrenaba una miniserie de siete capítulos donde se narraban con más detalle las andanzas de los últimos años de este maestro.

José Alvarez, Juncal, fue un matador de toros de corto recorrido allá por los años cincuenta y sesenta. Una grave cornada le dejó cojo e inútil para el toreo. En la plenitud de su gloria contrajo matrimonio con Julia Muñoz, rica y culta cordobesa, de familia tradicional, que se encaprichó del diestro más por su apariencia que por sus virtudes. La unión fue breve, y Juncal la abandonó dejándola con dos hijos. Solo y sin dinero, el matador tullido se instala en Sevilla, donde se encuentra con Teresa Campos, su amante de toda la vida, y su amigo Vicente Ruiz, Búfalo, un limpiabotas con popular don de la palabra. Para Juncal, lo más importante en la vida son los toros y las mujeres, mientras sobrevive dando sablazos a extraños y amigos. Pero un día el destino lo pone en el camino de su propio hijo, novillero de moda, rico y poderoso, y a través de él, el anciano ve la posibilidad de reencontrarse con el mundo de los toros y de sacar así toda la esencia al poco tiempo que le queda.

Para lidiar con semejante guión, plagado de diálogos brillantes, situaciones divertidas y otras de gran dramatismo, Jaime de Armiñán contó con una cuadrilla de domingo de Resurrección: Fernando Fernán Gómez, Manuel Zarzo, Emma Penella, Lola Flores, Cristina Hoyos, María Galiana, Beatriz Carvajal, Alexander Allerson, Alexander Kerst... Y al frente de todos, Paco Rabal y Rafael Álvarez El Brujo como Juncal y Búfalo. Vestido de purísima y oro el primero, grana y oro el segundo, los dos se metieron a la audiencia en el bolsillo sin que nadie se lo esperara.

¿Una serie tan costumbrista en esa España tan moderna, tan de la Movida? ¿Toreros, flamenco y galanterías con las mujeres? ¿Quién iba a tragarse eso con lo modernísimos que éramos? Pues ahí estaban, como Quijote y su Sancho, como Rinconete y Cortadillo más bien, Juncal y Búfalo —que así serán por siempre recordados Rabal y El Brujo—, esperando a Porta Gallola a la audiencia nocturna. Y una noche tras otra la fueron conquistándola con unos naturales por aquí y una verónica por allá, alguna chicuelina bien plantada y un pase de pecho de los que hacen crujir las tablas para rematar la faena.

Fueron sólo siete capítulos de una hora cada uno, con un presupuesto de cuatrocientos millones de pesetas y seis meses de rodaje. Y cuando la cosa finiquitó, cuando Rabal entró a matar, de cerca y hasta la empuñadura, la audiencia pidió oreja y rabo.

Veinte años después, Juncal permanece como una de las grandes producciones de la historia de la televisión en España. Y en lo que a mini series se refiere, probablemente siga siendo la mejor. No es que haya aspectos que puedan criticarse, sino que casi no hay ninguno que pueda dejar de alabarse. Incluso el punto más flojo, el mal doblaje de un par de actores extranjeros, se perdona sin pudor ante el entrañable trabajo de ambos intérpretes.

Es Juncal una serie que, como el buen cine clásico, teje una gran historia a base de pequeños relatos, retales de la memoria de unos y otros personajes. Porque eso es, al fin y al cabo, la vida: pequeños episodios que nos van sucediendo. Armiñán logra con maestría dotar de credibilidad a cada uno de los personajes, regalándoles a la mayoría diálogos y muletillas que habrían de quedar en el recuerdo, y que sin duda ayudaban a forjar con mayor detalle el perfil de unos seres humanos anclados firmemente a la realidad.

“Es que a mí no me gustan los toros”, dirá el pesao de siempre. Mira éste, y quién está hablando de ir a ver una corrida. ¡Hablamos de una serie de televisión! Más aún, ¡hablamos de una película de siete horas! Y en ella, los toros, no son más que una metáfora. ¡Lo que hubieran dado John Huston o Sam Peckinpah por tener entre las manos una historia como la de José Álvarez, Juncal!, uno de esos eternos perdedores que hablan directamente al corazón de los hombres. Igual hubiera dado que en lugar de torero hubiese sido boxeador o vaquero en los albores del siglo XX.

Bueno, igual… igual, tampoco. Porque en esos casos hubiera faltado ese salpimentado fundamental en esta serie que es el arte. El arte encerrado en una media verónica o en unos cambiados, en el trote de un alazán, el arte que se mueve por las plazas y callejas de Sevilla... ¿Que qué es el arte? ¡Mira éste! Si yo lo supiera me dedicaría a escribir letras flamencas. Ese arte es algo especial, que se siente o no se siente, que se tiene o no se tiene. Y no hay más que hablar. Ese arte es lo que impulsa a Juncal a pararse cada mañana ante la Real Maestranza, quitarse el sombrero, y saludarla con un “¡Buenos días, reina mía!”

Empiezo el repaso de momentos inolvidables de la serie con una escena que hay que ver porque sí, y de ahí que la pongo la primera. Luego, si quieres, apaga y vete. Pero ésta hay que verla, porque es una lección interpretativa de principio a fin. El viejo torero recordando sus días de gloria mientras el amigo limpiabotas, al que ni siquiera puede pagar, evoca una de sus grandes faenas. Sí, tú también, al no le gustan los toros; no dejes de ver este lance entre Rabal y El Brujo, porque esto es arte de verdad y no la mano de pintura que le echaron al techo de la Sixtina.


A continuación, una muestra de una de esas costumbres ya en desuso en estos comienzos del siglo XXI, y que Juncal seguía cultivando sin pudor con esa gracia que Dios le dio: el piropo.


El tercer corte recoge un momento de la primera cena entre el viejo matador y una extranjera a la que corteja en Córdoba. Él está con ella como un chiquillo, hasta que la dama pone mala cara al saber de su gran pasión. Entonces, Juncal le explica cómo todo en este mundo fue creado alrededor del mundo de los toros, incluidas las mujeres.


La última selección muestra a un Juncal decidido a cumplir el acuerdo al que ha llegado con su exmujer: si logra que su hijo deje los toros, Juncal podrá volver a casa. Pero en cuanto el diestro empieza a hablar de los viejos tiempos y a ver a su hijo preparándose para vestirse de luces, la pasión le puede, y decide desistir.

jueves, 19 de febrero de 2009

El hombre que mejor sabía llevar un sombrero en Sevilla

Mi abuelo y mi madre solían repetirnos a mi hermano y a mí hasta la saciedad una de esas frases que acabas acunando con cariño en la memoria: “No preguntes por saber, que el tiempo te lo dirá, que no hay cosa más bonita que saber sin preguntar”.

Bueno, pues hoy voy a ser “el tiempo”, para decirle al personal algo de una vez que parece que nunca ha querido preguntar o que, sencillamente, no le interesa. Un gorro, no es lo mismo que un sombrero. Ni en aspecto, ni en su uso ni en la cuna que los arrulló. Y de las dos o tres cosas que más me hacen hervir la sangre en este mundo es cuando alguien, refiriéndose a un sombrero, lo llama gorro.

Sin poesía ni puñetas, echando mano de la RAE, diremos que un gorro es una “pieza redonda, de tela o de punto, para cubrir y abrigar la cabeza”, mientras que un sombrero es una “prenda de vestir, que sirve para cubrir la cabeza, y consta de copa y ala”.

Sencillo, ¿verdad? Es decir, que el gorro es lo del capitán Pescanova, y se lo encasqueta uno por frío, y el sombrero, además de quitar algo de pelete o de claridad del sol, es ante todo estético. Pues todavía me encontraré alguno que me dirá: “¿has visto ese gorro de Indiana Jones?”, y entonces yo tendré que buscar el látigo del susodicho para recordarle la lección de hoy.

Aclarado esto, vamos con la cuestión que de verdad me interesaba tratar en este post. En estos días que corren, la urgencia lo marca todo. Vamos con prisa a todos lados y todo lo hacemos con la mayor premura. Esto hace que lo bueno de esta vida nos pase ante las narices y no nos demos ni cuenta. Ya no tenemos ganas ni tiempo de detenernos a disfrutar del olor del jazmín en primavera durante un paseo. ¡Qué puñetas, ya no tenemos tiempo ni de pasear!

Con este ritmo de vida se ha perdido también el gusto por el detalle, por recrearnos en las pequeñas cosas. Por ejemplo, a la hora de vestir.

Si algo me gustaba cuando andaba con mis abuelos, Ángel y Manolo, era asistir al ritual de cada uno a la hora de prepararse para salir. A lo mejor sólo íbamos a comprar el periódico, pero eso no importaba, los dos cada uno en su estilo, salían siempre como un pincel. Unos pantalones bien planchados, igual que las camisas, frescas y suaves. Corbata con el largo justo y el nudo en su lugar. El pasador, los gemelos -si tocaba-, el reloj, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, los zapatos como espejos... Pero no era el qué, sino el cómo. Ya digo, todo un ritual. A veces se dice eso de “parece un artista de cine”, y no es un tópico. Acabo de describir sin darme cuenta una escena de mis abuelos muy parecida a un pasaje de mi libro sobre Sinatra y sus amigos del Rat Pack.

Pues bien, en ese saber vestir, en ese gusto por el detalle, mi abuelo Manolo tenía por costumbre usar mascota. ¿Qué es eso? En su tercera acepción, mascota: “En Andalucía, sombrero”. Los tenía de distintos materiales y colores, según la época del año y el terno a lucir. A mí me encantaba coger alguno y jugar con él. Mi abuelo era serio conmigo pocas veces, y una de esas escasas ocasiones era cuando me ponía uno de sus sombreros. Me llamaba a su lado y no me reñía por haberlo cogido, por el contrario, lo que hacía era explicarme cómo debía calármelo. Ligeramente inclinado, un leve toque. Y yo me pasaba mis buenos ratos ante el espejo intentando conseguir ese punto justo, al igual que hacía en casa de mi abuelo Ángel para tratar de conseguir los mejores nudos de corbata.

Parece fácil ponerse un sombrero, ¿verdad? Eso pensaba yo. Pero es que una cosa es hacer algo, así sin más, y otra muy distinta hacerla bien.

Hoy día empieza a verse por las calles de muchas ciudades a más gente con esta prenda, tanto gente joven, treinteañeros, como hombres de más edad, pero a mediados de los ochenta eran muy pocos los que gastaban esta prenda. A pesar de todo, podías ver por Nervión y por el centro a señores mayores con su sombrero ligeramente ladeado. “Así hay que llevarlo”, me decía a mí mismo con aires de experto en la materia. Al fin y al cabo, ¿qué misterio había en eso, verdad? Calarse el sombrero y echarlo un poco hacia el lado.

Hasta que un día se me vino abajo la teoría. Andábamos por la calle Tetuán y mi abuelo llamó mi atención sobre un hombre que se acercaba caminando hacia nosotros. Me dijo el nombre, que en mi torpeza no recuerdo; era un torero.

Debía rondar los setenta como poco, muy alto y delgado. Andaba con cierta dificultad, aunque a un ritmo bastante ágil. Lo veo hoy perfectamente, como si hubiese sido ayer y no hace veinticinco años, con un impoluto traje color café con leche. El mismo tono que el del sombrero cordobés con el que tapaba su cabeza.

“Ese señor -me dijo mi abuelo-, es el que mejor sabe llevar un sombrero en Sevilla”.

Me quedé helado. Cosas de la edad, supongo. Es curioso cómo me parece sentir aún aquel pellizco. No dejé de mirarlo hasta que lo perdí de vista, creo que por la calle Rioja. Supongo que el hecho de que recuerde la estampa con tanta nitidez se debe a que quedó grabada en mi mente a conciencia.

¿Qué hacía especial a aquel hombre? No me pareció que su manera de llevar el sombrero fuese muy distinta de la de mi abuelo o la del resto de los hombres que pudiera ver con esta prenda. Con el paso de los años fui entendiendo a lo que se refería mi abuelo. Se trata de ese “algo más”, que unos llaman arte, otros duende y los más refinados, talento.

Es una manera especial de hacer las cosas, cuando uno pone el corazón en lo que hace, por insignificante que sea el gesto. Podemos hacer algo en tres segundos porque hay que hacerlo, o bien porque queremos hacerlo. Según cuál sea la opción que escojamos el resultado será muy diferente.

Pero mi abuelo se equivocaba en algo. Eran dos los hombres que mejor sabían llevar un sombrero en Sevilla: el viejo torero y él.

Debía rondar yo los quince años cuando alguien le dijo a mi abuelo que el diestro había muerto. Estábamos en un bar junto a su casa, y mientras lo veía hablar con algunos amigos recuerdo que pensé que mi abuelo era entonces algo así como eso que decían en las películas, “el último de una especie”: el hombre que mejor sabía llevar un sombrero en la ciudad. No lo pensé con orgullo ni alegría, sólo era una reflexión; algo curioso. Pero después sentí un poco de miedo, no sabía bien por qué. Y más tarde, cierta tristeza.

Como decía antes, ahora vuelve a verse por las calles de muchas ciudades a gente usando esta prenda. Pero ya no hay nadie que sepa llevar un sombrero en Sevilla como Dios manda.

miércoles, 18 de febrero de 2009

En el restaurante

Uno está en un restaurante, disfrutando de una agradable velada con los amigos. Se hacen fotos de éste y aquel lado. En algunas de ellas salen de fondo otros comensales. No pasa nada. Es un local tranquilo, discreto, cada uno a lo suyo. Hasta que llegas a casa, descargas las fotos en el ordenador, y te das cuenta de que los dos abueletes que había detrás eran...

¡Paul Simon y Art Garfunkel! Sí, señor, los papás de la señora Robinson, sin gorra uno y sin peluca otro. Porque sí, el calvete de la derecha es el mismo Artie que sigue luciendo en el escenario esa pelucona rizada que ni las de los carnavales de Cádiz.

Para que luego digan que los dos amigos y colegas siguen peleados. Pues ahí están, disfrutando de una cena en plan relax total. Si es que no hay nada que el tiempo no pueda curar...

Gracias a mi buen amigo Juan García por descubrirme esta divertida instantánea.

martes, 17 de febrero de 2009

Palabra de don Ernesto

Un exhibicionista, en el mejor sentido de la palabra. Así era don Ernesto. Le encantaba posar. Orgulloso ante el atún que acababa de pescar, ante el león que había abatido, del brazo de una Ava Gardner demasiado joven para él o apurando el vino de una bota junto a su amigo Dominguín. Ernest Hemingway, el aventurero vividor, fue siempre la mejor creación del escritor de Oak Park. Cada vez que veía aparecer el objetivo de una cámara levantaba la barbilla, afinaba la mirada y se dejaba retratar mirando a la vida de frente, buscando el secreto de alguna nueva historia al otro lado del río y entre los árboles (jeje, con perdón).

Alguien dijo de Hemingway y de otros como él que el gran secreto de su narrativa estribaba, por encima del estilo, los diálogos o el ritmo, en que fueron autores que amaron la vida por encima de todo. “Para escribir sobre la vida, ¡primero hay que vivirla!”, proclamó el premio Nobel de 1954. Y nadie puede negar que durante toda su existencia se comportó fiel a ese principio. De hecho, fue la desesperación ante la vida que le deparaba su enfermedad y las consecuencias de dos accidentes de avión lo que llevó al escritor a pegarse un tiro en la madrugada del 2 de julio de 1961. “Bien hecho, amigo mío”, cuentan que fue la reacción del torero Juan Belmonte al conocer la noticia. Un año después, a punto de cumplir los setenta, fue el diestro quien se quitaba la vida de otro disparo.

Don Ernesto fue, además, el más presumido de sus compañeros de generación. Para constatar este dato basta echar un vistazo a las imágenes que se conservan de los otros dos grandes nombres de aquella generación perdida, Francis Scott Fitzgerald y William Faulkner. No sólo hay muchas menos fotos de estos dos literatos, sino que además, frente a las actitudes serenas de ambos, casi de retrato, las de Hemingway suelen presentar al escritor siempre en movimiento: disparando, pescando, corriendo, peleando, bebiendo, escribiendo.

La editorial Belacqua presenta ahora una interesante compilación de fotos y textos del literato en una edición de su amigo y también escritor A.E. Hotchner. La buena vida según Hemingway se titula la obra, y en ella se ofrecen numerosas opiniones del autor de El viejo y el mar sobre diversos temas, entre ellos la literatura, los deportes o las mujeres.

“Escribir y viajar, además de ensancharte las miras, te ensanchan el culo, así que prefiero escribir de pie”.

“Las carreras de coche, las corridas de toros y el montañismo son los únicos deportes de verdad... Los demás son juegos”.

“Cuando terminas un libro estás muerto. Pero nadie sabe que estás muerto. Lo único que ven es la irresponsabilidad que viene después de la terrible responsabilidad de escribirlo”.

“Cuando estoy trabajando en un libro trato de escribir todos los días menos el domingo. No trabajo los domingos. Trae muy mala suerte trabajar los domingos. A veces lo hago, pero igual da mala suerte”.

“Me gusta escribir de pie para bajar la tripa y porque de pie uno tiene más vitalidad. ¿Quién ha aguantado diez asaltos con el culo en la silla? Escribo las descripciones a mano porque me cuestan más y uno está más cerca del papel al escribir a mano, pero uso la máquina de escribir para los diálogos porque la gente habla como una máquina de escribir”.


Si algo sabía hacer bien Hemingway con sus palabras, escritas o habladas, era provocar. Allá donde se presentaba atraía para sí toda la atención, y si aún no había soltado ninguna de sus “perlas”, todos aguardaban con curiosidad, porque algo estaría a punto de caer. No tenía piedad, por ejemplo con sus compañeros de oficio. De William Faulker dijo: “Pobre Faulkner. ¿De veras cree que las grandes emociones vienen de las palabras grandes? Se cree que no conozco las palabras de diez dólares. Claro que las conozco. Pero hay palabras más viejas y simples y mejores, y son las que uso yo”.

Ya en 1985 salió al mercado On writing, una selección de textos y citas del literato, editada por Larry W. Philips, sobre los más variados aspectos del oficio de escritor, y ya en aquella ocasión el asunto trajo cola, porque si algo se le daba bien a don Ernesto era disparar comillas como si fueran cartuchos del doce.

“Siempre he podido conservar lo que he querido conservar. Nunca he llevado notas ni un diario. Tan sólo oprimo el botón del recuerdo y ahí está. Si no está ahí, es que no valía la pena conservarlo”.

“El mejor don de un escritor es un detector de mierda incorporado y a prueba de golpes. Es el radar de los escritores, y todos los grandes lo han tenido”.

“Sólo conozco dos reglas absolutas acerca de la escritura: una es que si haces el amor mientras estás atascado en una novela, corres el peligro de que las mejores partes se queden en la cama; la otra es que la integridad de un autor es como la virginidad de una mujer: cuando se ha perdido, no se recupera nunca”.

La multitud de imágenes con la que está ilustrada el nuevo libro no sólo presenta al escritor disfrutando de alguna de sus actividades físicas favoritas sino también meditando o escribiendo. Hemingway cuidaba siempre mucho el lugar escogido para trabajar, ya fuese en su finca cubana o en su rancho de Ketchum. En este tipo de imágenes se le le puede ver pegado a su máquina de escribir, tecleando o tomando notas sobre manuscritos en plena corrección. Y sin duda, las instantáneas más curiosas son las que permiten confirmar que, efectivamente, muchas veces escribía de pie.

Sobre el arte y la profesión del escritor se ofrecen la mayoría y más jugosas de las sentencias compiladas, sin duda fuente de gran inspiración para los nuevos talentos. Dice Ernest Hemingway, por ejemplo, que no existen temas contemporáneos, que los temas siempre han sido el amor o su falta, la muerte y esa temporal evasión de la muerte que llamamos vida, la inmortalidad o falta de inmortalidad del alma, el dinero, el honor y la política. Del mismo modo, aclara que no hay reglas sobre cómo escribir.

“A veces la escritura viene fácil, perfectamente; a veces es como perforar una roca y luego volarla con explosivos. Desde hace mucho tiempo he intentado simplemente escribir lo mejor que pueda. A veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo”.

Es evidente que muchas de esas frases lapidarias estaban guiadas por la necesidad del literato de cimentar esa imagen de escritor irreverente e incombustible, de ese personaje literario de su mejor obra que fue su propia vida. Hemingway el bravucón y pendenciero, quien por suerte no hizo muchas migas con el director John Huston, porque nadie sabe la que hubieran podido liar.

Hemingway soñó desde su juventud con escribir la gran novela americana, pero lo más cercano a la misma es su propia biografía. Además, tenía claro que de todas las intensas experiencias que le gustaba vivir, habrían de salir siempre historias nuevas y originales. “Uno debe repetirse una y otra vez como hombre, pero no debería hacerlo como escritor”, escribió en los años más felices de su vida, una epoca en la que también pensaba, como lo haría siempre, que “no hay amigo tan leal como un libro”.

domingo, 15 de febrero de 2009

La impresora ya no anda

sábado, 14 de febrero de 2009

Amor 'on the rocks'

(Composición: Sempiterna)

Amor bajo la lluvia... y sobran las palabras

El hombre tranquilo (John Ford, 1952)


Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1995)


...y se cuela una canción.

viernes, 13 de febrero de 2009

Al otro lado del río... y en la radio

Esta tarde, a eso de las siete y media, un servidor ha tenido el placer de estar un rato en antena a través del 93.0 de FM, Punto Radio Sevilla, para hablar sobre este personal rincón de internet en el que me dedico a dar rienda suelta a mis irrefrenables deseos de comunicación (sea lo que sea lo que eso signifique).

Esta misma mañana recibí con sorpresa la invitación por parte de la dirección del programa La radio de los blogueros, y ni que decir tiene que acepté encantado. Aquí os dejo la entrevista íntegra, breve pero bastante interesante de cara a ofrecer una idea bastante aproximada de los temas que pueden encontrarse en este blog.

Un vez más, a los responsable del programa y a todos los asiduos del blog, muchas gracias.


jueves, 12 de febrero de 2009

25 años sin Cortázar

Sumido en una profunda depresión tras la muerte de su segunda esposa, Julio Cortázar murió el 12 de febrero de 1984 como consecuencia de una leucemia. Lo enterraron en el cementerio de Montparnasse, bajo una lápida esculpida por unos amigos y la escultura de un cronopio, una de sus eternas creaciones. Su lugar de reposo se ha convertido desde entonces en uno más de los puntos de peregrinación en ese popular camposanto parisino, donde los visitantes dejan tributos junto a la tumba del argentino como copas de vino o billetes de metro con rayuelas dibujadas.

Julio Cortázar nació en la embajada argentina de Bélgica, en Bruselas, el 26 de agosto de 1914, una circunstancia singular que él mismo describiría producto “del turismo y la diplomacia”. No vivió en Argentina hasta los cuatro años, donde dedicó gran parte de su infancia a devorar cuantos libros caían en sus manos. Julio Verne fue su primer autor admirado, al que seguiría Edgar Allan Poe, de quien dijo que le enseñó “lo que es la gran literatura y lo que es el cuento”. Su otro gran descubrimiento llegaría ya en la tardía adolescencia, cuando se topó por las calles de Buenos Aires con un libro de Jean Cocteau, Opio. Diario de una desintoxicación, cuya lectura habría de marcarlo para siempre. Así lo manifestaba en La fascinación de las palabras: “Sentí que toda una etapa de vida literaria estaba irrevocablemente en el pasado… desde ese día leí y escribí de manera diferente, ya con otras ambiciones, con otras visiones”.

Aunque abordó diversos géneros a lo largo de su carrera, es en la narrativa donde alcanzó sus mayores logros, convirtiéndose en un referente imprescindible del relato breve, que revolucionó tanto en materia de estructura como en el uso del lenguaje. Bestiario (1951), Las armas secretas (1959) o Todos los fuegos el fuego (1966) son algunas de sus compilaciones más conocidas, junto a otros volúmenes como Historias de cronopios y de famas (1962) o La vuelta al día en ochenta mundos (1967), cuya originalidad, a caballo entre el relato y el ensayo, hace más compleja su clasificación.

No obstante, es la novela Rayuela la más popular de las obras de Julio Cortázar. Publicada en 1963, supuso una ruptura evidente con la narrativa tradicional y sirvió para dar a conocer el personal estilo del autor, a la vez paródico y rebelde. Es uno de los grandes títulos de la literatura hispanoamericana, catalogado por muchos especialistas como el equivalente de lo que fue el Ulises de Joyce en Europa. Cortázar plantea en esta obra, de final abierto, una manera radicalmente diferente de presentar la historia y sus personajes al lector, quien puede elegir el orden de los capítulos, ya sea de manera sucesiva o siguiendo un esquema concreto, exigiéndole una mayor implicación en el juego literario al dotar al texto de una vida inusitada.

Aunque nunca ocultó su amor por Argentina vivió en París la mayor parte de su vida, y en 1981 llegó a nacionalizarse francés. Era el acto de protesta definitivo ante las distintas juntas militares que habían ostentado el poder en aquel país. A pesar de todo, nadie puso nunca en duda su papel en la literatura hispanoamericana. “Era un argentino esencial", dijo de Cortázar el mexicano Carlos Fuentes. Él, junto a García Márquez o Jorge Luis Borges, compartieron con el autor de Rayuela los años dorados de la eclosión de la literatura latinoamericana.

La Escuela Andaluza de Escritores, con la colaboración de PLACA (Plataforma de Artistas Chilango Andaluces), ha decidido conmemorar este jueves 12 de febrero, a las 21.00 en La Carbonería (Sevilla), los 25 años de la muerte de Julio Cortazar, uno de los nombres fundamentales de la literatura universal. El festejo, en el que participarán artistas de diversas disciplinas -y que tendrá el honor de presentar un servidor-, incluirá música, performances, proyecciones de entrevistas históricas con el escritor, así como una innovadora lectura coral de algunos fragmentos de Rayuela, la obra capital del argentino. Todo ello guiado por el respeto y admiración por la obra de un hombre cuyo talento e inquietud le llevaron a explorar distintas disciplinas artísticas.

Lo que son las cosas, conmemoramos la desaparición de Cortázar pocas semanas después del celebrar el bicentenario de uno de sus autopres de referencia, Edgar Allan Poe, y poco antes del cincuenta aniversario de uno de sus discos más queridos, el Kind of blue de Miles Davis. C'est la vie...

Celebraremos la fecha aquí, Al otro lado del río y entre los árboles, escuchando leer a Cortázar un fragmento de El perseguidor, el cuento que dedicó a la confusa muerte en 1955 del saxofonista Charlie Parker, padre del sonido bebop y mentor de Miles Davis. El argentino recrea en este texto los últimos días del músico -bautizado aquí Johnny Carter-, lastrado por el abuso del alcohol y las drogas. De fondo suena el propio Parker interpretando Out Of Nowhere. Todo un lujo.

martes, 10 de febrero de 2009

Emoción desgarradora: 'La llorona'

Hay canciones, películas, cuadros, novelas, cuyo alcance sobrepasa las fronteras de la disciplina. en cuestión. Son experiencias globales, íntimas, que conectan con lo más profundo del receptor, remueven su sensibilidad, y se quedan ahí, agarradas a su memoria sentimental, para el resto de los días.

No se me ocurre mejor ejemplo que la esa canción tradicional mexicana La llorona en voz de la insuperable Chavela Vargas. La historia es tan desgarradora como la propia interpretación, un verdadero alarde de maestría en el escenario que hace honor a la definición de ese verbo: interpretar. Porque lo de la Vargas no sólo es cantar, no sólo es actuar, es la pura vivencia, tan dolorosa que cuando la ves y la escuchas, con ese fraseo lento y angustioso, como lágrimas recorriendo sus mejillas, te emocionas como si supieses que todo aquello le está ocurriendo de verdad.

Explicaba la artista que ella prefería el sentimiento a la técnica a la hora de cantar, que si entonaba La llorona atendiendo a la técnica, no emocionaba tanto. Pues que ni lo intente. ¿Quién quiere técnica cuando hay corazón? El grito final de esta canción en voz de Chavela es uno de los momentos cumbres del arte musical como experiencia comunicativa:

Si, porque te quiero, quieres,
Llorona,

quieres que te quiera más...
Si ya te he dado la vida,
llorona,
¿qué más quieres?
¡Quieres más!

lunes, 9 de febrero de 2009

El valor de ser felices

Hace un par de días fui a ver Revolutionary road, un peliculón de esos que ayudan a salvar un mal año cinematográfico -como fue 2008 y como se huele que será 2009-, con un trabajo brillante por parte del director, Sam Mendes, y dos actores en verdadero estado de gracia, Leonardo DiCaprio y Kate Winslet. Está basada en una novela del mismo título del escritor Richard Yates, uno de los grandes de la literatura estadounidense de mediados del XX.

La película es como un mazazo en el alma. Termina, y te sorprendes incrustado en la butaca, aferrado a los brazos de ésta como si acabases de sufrir con la peor película de terror. Y es que, como decía Peter Cushing, las películas que dan miedo de verdad son las que reflejan los peligros reales a los que se enfrenta el ser humano. Y en el caso de Revolutionary road, la situación que plantea es tan habitual, tan popular, que era significativo ver cómo las parejas que estaban en la sala no dejaban de dirigirse miradas piadosas constantemente.

La película cuenta la historia de una familia feliz de esa gran clase media mundial: marido, mujer, niño, niña, casa, coche, trabajo aburrido, fiesta con los amigos los sábados por la noche, un poquito de lo que dijimos, lo justito, por no abusar... Estados Unidos, años cincuenta. Y de pronto, ella se propone romper la rutina. Ambos han planteado su vida según lo que se suponía que debían hacer, y para conseguirlo han dejado en el camino un buen puñado de sueños sin cumplir y otros muchos para los que ni siquiera han tenido el tiempo necesario para soñarlos. La pareja decide entonces cambiar de manera radical su vida, replantear ésta de arriba a abajo, y ser realmente felices haciendo aquello que siempre han deseado.

Y hasta aquí puedo leer, que diría Mayra, porque si no, me cargo la historia El caso es, como decía, que sales de la película hecho polvo planteándote ese tipo de cosas amargas para las que se inventaron el fútbol y el programa de Ana Rosa;, para que nadie pensara en ellas. ¿Hasta qué punto elegimos nuestra vida y en qué medida la elección está condicionada dentro de unos parámetros? ¿Cuán libre somos con una hipoteca, dos préstamos y quince recibos mensuales que pagar? ¿A cuánta gente conocemos con la capacidad real de decir "no soy muy feliz últimamente, creo que voy a ver si cambio de aires..."? Más aún, ¿A cuánta gente conocemos que dedica su vida a algo que realmente le gusta, y no malgastará más de un tercio de su paso por este mundo en un trabajo que le resulta indiferente?

Ramírez, ¿está listo el informe?... ¡A ver cuándo revisamos las cuentas de este cliente!... El martes, reunión para los balances del trimestre... Se ha terminao la tinta de la impresora... ¡Rebolledo, que estamos a quince y aún no tenemos respuesta de Urbanismo!... García, comprueba el firewall del boss porque dice que el software sigue fallando con el nuevo hardware. ¿Ha probado a encender la pantalla?... ¡Hay que repetir este dossier de la central, que los encabezados están mal, se ha puesto grupo de comunicación y ahora tenemos otro nombre! Eso para el jueves. Nada de eso, Santos, que tenemos Junta de accionistas. Pues yo iba a ir al fútbol. Pues ya no... Bernal, ¿te has enterao de que los de la quinta planta han acertao con la quiniela? Claro, ellos tienen suerte, como son los jefes... Álvarez, ¡cómo te mira la secretaria, tunante! ¿No me va a mirar, si me dejó veinte euros y todavía no se los he podido devolver...?

Y oye, que no es que esté tan mal lo de trabajar en la consejería de Innovación o Medioambiente, en la tienda de informática o el departamento de ventas de Sony. La cuestión es si eso era a lo que soñábamos que dedicaríamos nuestras vidas cuando paseábamos por el parque de la mano de alguna niña de mejillas sonrosadas, a la que tanto hablamos de las ciudades a las que queríamos viajar, de las aventuras que queríamos vivir. Y al final, esas ciudades quedan cada vez más lejos. Y total, para ir a Bombay, mejor Madrid, que con el AVE te presentas en un momento y a los niños les regalan caramelos. Además, quién quiere ser ya Kim de la India...

Anoche, pensando en la mentada película, recordé un título español de hace treinta años que plantea una situación muy similar, aunque con una voz menos amarga y un mensaje más optimista. Se trata de Las verdes praderas, de José Luis Garci, que venía a reflejar el aburguesamiento de esa nueva generación de españoles que, tras vivir en las tinieblas franquistas, se enfrentaba a una imprevista y moderada prosperidad que, obligados por narices a disfrutarla, terminaba por asfixiarles. Tal como dice el personaje de Alfredo Landa -en uno de sus mejores papeles-, al final pasan los años y, cuando nos damos cuenta, resulta que hemos viviendo para el banco, para el Corte Inglés, para Zanussi, para Panasonic, para la Renault... y para la madre que los parió.

Que no nos engañen ni los sueños de unos, ni las frutraciones de otros, ni la omnipresente publicidad. No hace falta ser notario ni director de sucursal, ni necesitamos una tele nueva, ni otro coche, ni un ascenso, ni la Wii, ni que nuestro equipo gane la Copa, ni que bajen los tipos de interés. El fondo de la cuestión, la esencia de la misma, es que, para ser felices, lo primero que hace falta es que queramos serlo, pero de verdad. Y que luchemos como gato panzarriba por conseguirlo. Debe darnos igual lo que otros digan y piensen, porque cuanto más libres nos sintamos de actuar como queremos, más seremos una amenaza para quienes nunca se han atrevido a obrar así. Pero que salga el Sol por Antequera, y que nostoros disfrutemos de ese nuevo amanecer desde la colina más alta que podamos encontrar.

jueves, 5 de febrero de 2009

Benditos malditos (I): Silvio, el cantaor rockero

Un perdedor es el que tiene ansia, y un ganador, el que tiene suerte.
Silvio








Gastaba los apellidos Fernández Melgarejo, pero en Sevilla, en los andurriales musicales, se le conocía solo por el nombre. Alguien decía “¿Has escuchado la que ha montado Silvio en Granada?”, y no hacía falta decir más. Era el califa del rock’n’roll, el Charles Bukowski de de los escenarios, un batería metido a cantante y alzado a la categoría de profeta de final de milenio en la recién estrenada democracia española. Un señorito ácrata con maneras de vagabundo, o al revés.

Se casó con una rica heredera británica, con una familiar de lores, ladys y bizcondes. La abuela de ella era íntima de la reina madre. Tuvieron un hijo y estuvieron juntos los meses necesarios para que ella se diera cuenta de que a Silvio no había quien lo metiera en cintura. Si antes se iba de juerga al bar de la esquina en la calle Niebla de su barrio de Los Remedios, ahora cogía un avión con los amigos y se presentaban en cualquier ciudad de Europa. La dote del suegro corría con los gastos. Porque como en aquellos días las mujeres no podían hacer gestiones bancarias, Silvio se encargaba de ir a retirar los fondos que le enviaba la familia. Y unas veces volvía con ellos a casa y otras no. Dicen que cuando ella se marchó, con las perras que le quedaron a Silvio montó un bar en la Costa del Sol, donde habían estado viviendo. Nadie pagaba nada, todos invitados. Cuando se acabó la última botella cerró el chiringuito y volvió a Sevilla.

Un “rockero semanasantero”, así lo definió Jesús Quintero en una entrevista. ¿O era al revés? Con Silvio siempre había más de una manera de ver las cosas. Porque también dicen que la vida era demasiado para Silvio y por eso bebió y bebió hasta que reventó en 2001, a los 56 años. Pero no fue así. Más bien ocurrió que Silvio era demasiado para la vida, que no estaba acostumbrada a que alguien le marcase el ritmo de aquella manera; y se lió, tropezó, y se quedó atrás, dejando a Silvio más solo que la una.

Silvio fue demasiado para la vida y también para Sevilla. Porque si España es un país conocido por maltratar a muchos de sus artistas, Sevilla es ya el templo del despropósito. Para triunfar en Sevilla y que te guarden en la memoria no hay más opción: o te alineas con los que aman a la ciudad o con los que la odian. Y por supuesto, te comportas de acuerdo con esa postura. Y así, unos sevillanos recuerdan al Pali mientras otros homenajean a Triana o Alameda.

Y en eso llegó Silvio, el rockero que metía ritmos procesionales en sus canciones; el que gritaba en sus conciertos “¡Viva España, viva Sevilla y viva la Benemérita!”, y se paseaba arriba y abajo con el micro en alto como si fuese el bacalao de cualquier cofradía; el que escribió que cuando el rey Don Fernando conquistó Sevilla, lo primero que preguntó fue “¿Dónde está mi Betis?”; el que tuvo los arrestos de coger un clásico soul como el Stand by me de Ben E. King y convertirlo en Rezaré, un canto incondicional de amor mariano que, para remate del melodrama, iba dedicado a las vírgenes de cabecera de la ciudad (Amargura, la Estrella, La O, el Amor, Macarena, Trianera...). Por cierto, que Enrique Bunbury recuperó este tema en su pasada gira de 2008, ofreciendo un sentido homenaje al rockero, y la estrenó a su paso por Sevilla. Lo triste es que el zaragozano tuvo que explicar al respetable quién era el autor en cuestión, porque salvo honrosas excepciones, pocos conocían, entre esos miles de asistentes, a su legendario paisano.

En una de las varias entrevistas con Jesús Quintero, el periodista le preguntó por los papas -no las papas- y Silvio respondió: “¡Hombre, ese Pío XII...! Y Juan XXIII... y Las Candelarias... y El Cachorro... ¿Hay que tener arte o solo ser un poeta callejero tocado por el alba sevillana? Así, coñac en mano, sin el reposo del puchero, el rockero hilaba a los papas con los barrios de la ciudad, y éstos con sus cofradías. Silvio era tan sevillano que hasta seducía a los sevillanistas más requetés, como Antonio Burgos, al tiempo que era tan rockero que llegó a tocar con los Smash, que también habrá vecinos que no los conozcan, aunque fueron un grupo capital en el rock español de los setenta y surgieron ¿dónde? Pues sí, señor, en Sevilla.

Pero Silvio no se casaba ni con su padre, no atendía a razones, ruegos ni favores. Y si hoy había que callarse y no decir esta boca es mía, él cogía y lo gritaba; y si mañana había que ir en chándal, él se presentaba encorbatado. Silvio nunca rompió un molde, porque nadie fue nunca capaz de encajarlo en ninguno.

Ahora, cuando algunos lo recuerdan, unos se quedan con la anécdota de su alcoholismo, del esperpento de sus últimos años, de las correrías de su mediana edad. Pero eso no es justo, ni para él ni para la ciudad a la que tanto amó y que, con actitudes como ésa, acabamos enterrándola siempre en el inmovilismo más doloroso. Si Silvio hubiese nacido en Barcelona, o hubiese emigrado a Madrid como Sabina o tantos otros, hoy lo conocería más gente, estaría en recopilatorios y documentales, y lo citarían como bohemio canalla. Pero ya se sabe que el amor es ciego, y él amaba a Sevilla tanto como al rock’n’roll. Y por eso se quedó. Pero en esta Sevilla del nuevo milenio ya no hay bohemios canallas, solo borrachines con gracia. Y aunque en Triana ya exista la calle Rockero Silvio, muy pocos jóvenes han oído hablar alguna vez de uno de sus paisanos más ilustres.

Silvio lanzó su primer disco junto a Luzbel, en 1980, y sacaría cinco discos más en los siguientes veinte años, junto a Barra Libre (1984), Sacramento (1988 y 1990) y los Diplomáticos (1999). Solo seis álbumes en dos décadas, pero un millón de actuaciones tras ellos. En 1993 fue el primer músico español en recibir la Medalla al Mérito Rockero. El cardenal Amigo Vallejo, Curro Romero, cantaores flamencos de renombre y colegas como Miguel Ríos, Luz Casal o Joaquín Sabina se declaran incondicionales de su arte.

Silvio fue la Movida sevillana, se las bastó solito, y le echaba la pata a la madrileña en cualquier momento. Lo suyo era un mito. Había gente que se recorría el país entero para ir a verlo, porque no se acababan de explicar qué era lo que podía ofrecer aquel hombre, con más pinta de cantaor de flamenco que de rockero, para que sus fieles hablasen de él como lo hacían.

Y entonces Silvio subía a escena y empezaba a cantar. Y cantaba rock, y blues, y soul y flamenco; y cantaba en español, en inglés, en italiano y en francés. Y gritaba, y reía y bailaba. Terminaba el show y uno no sabía si había estado en un concierto o en un espectáculo de performance; lo que tenía claro era que nunca había visto algo igual. Y al final, sonaba en el recuerdo aquello que escribió un crítico americano sobre Lola Flores después de verla sobre las tablas: “No canta, no baila, no se la pierdan”.

Este primer vídeo pertenece a una de las muchas entrevistas que le hizo Jesús Quintero, cuando Silvio ya había acelerado su descenso a los infiernos. En ella se escucha íntegro el tema Rezaré, posiblemente el más conocido de cuantos grabó.


La segunda canción, Marguerita Margueró, es mi favorita. Un blues que es puro soul, en el que se habla de tapas y de cerveza. Apenas son cuatro versos, y con ellos, un Silvio ya entrado años hacer arder el escenario para deleite, seguro, de Janis Joplin, Otis Redding y tantos otros que lo estarían viendo desde el balcón de las estrellas de aquella noche sevillana. Por algo lo apodaron la voz más negra del blues blanco. Para cerrar el círculo, resulta que el concierto fue junto a mi casa, en el parque Amate, lástima que por entonces, año 91, yo fuera aún un tierno infante.

El tercer vídeo es la entrega de la Medalla al Mérito Rockero. A destacar la escolta de motoristas; más rockera, imposible.

martes, 3 de febrero de 2009

'Esto ya no es lo que era'

Hoy he decidio compartir con quien aún no lo conozca este cortometraje que me descubrió mi hermano el pasado fin de semana. Son seis minutos sin parar de reír. Lo que antiguamente se llamaba comedia costumbrista, es decir, risas provocadas por la realidad cotidiana que todos conocemos. Dos amigos, dos colegas de esa raza autóctona sevillana que es el canis polingunerus, o cani del políngano, hablando, en una ociosa mañana cualquiera, de las cosas de la vida.

Que no os engañe. El corto, dirigido por Alfonso Sánchez El Alfón, es de una sencillez tan evidente que puede animarnos a pasar por alto que se trata de un gran ejercicio cinematográfico. Con unos diálogos muy buenos, una planificación adecuada y, por supuesto, dos actores que se salen, Alberto López y el propio Sánchez.

Aquí están El Culebra y El Cabeza, lamentando que Esto ya no es lo que era, e intentando abrirnos ventanas culturales sin que nadie apedree los cristales.

lunes, 2 de febrero de 2009

O lo hacemos bien o tiramos el Goya al río

Los Goya, a estas alturas ya todos lo tenemos claro de la de veces que lo han repetido en los anuncios, son la gran fiesta del cine español. ¿Cuál es el objetivo de estos premios, como el de los Oscar o los César franceses? Ante todo, promocionar el producto nacional, darlo a conocer. ¿Realmente importa que este director sea mejor que el otro o aquélla fotografía mejor que ésa? Eso sólo sirve para que el público se entretenga y le llegue mejor el mensaje de fondo: “los del cine español somos una gran familia, unida, divertida y creativa, y necesitamos que vayáis a ver las películas para que podamos seguir haciéndolas”.

Y eso está muy bien, así es en todos lados. Pero claro, teniendo eso en cuenta, uno se para a pensar y se pregunta: ¿entonces, lo que vi ayer en la gala es lo más representativo del cine español? Y no lo digo por la presentación a cargo de Aída, digo Carmen Machi -que ya puestos a lo zafio, podían haber fichado a los de Matrimoniadas al completo; menos mal que los chavales de Muchachada nui salvaron el paño-, ni porque las películas que pasaran fuesen malas; en absoluto. Lo digo porque la selección de cintas fue más bien cortita. ¿Eso es lo más destacado del cine español de 2008? ¿Cinco o seis películas que se repetían una y otra vez?

Y el único que dijo lo que había que decir al respecto fue ese señor en silla de ruedas que recogió el premio honorífico. Ese venerable anciano de gesto esperpéntico al que conocen y homenajean en Italia, Alemania o Francia, pero que aquí, en su tierra, ha sido persistentemente ignorado desde siempre. Don Jesús Franco se llama -Jess Franco para las versiones internacionales-, y ha rodado más de doscientas películas. Bueno, pues el señor Franco dijo que él dejaba los discursos para los políticos -en clara alusión al ministro de Cultura, que había anunciado, y no era un gag de la gala, que 2009 iba a ser un gran año para el cine español-, y se centró en animar a y pedir apoyo para los cientos de jóvenes que andan con su primera película en la mano buscando alguien que apueste por ellos.

Y eso es lo que hace falta por estas latitudes, apostar por cine español entretenido y prometedor. ¿Que por qué va mal el cine español, que por qué no gana un duro y el espectador medio lo rechaza? La gala de ayer fue una gran metáfora de la realidad de la industria: la gran triunfadora fue un drama sobre una niña que las pasa de todos los colores por culpa de “los cuervos” del Opus Dei; la gran perdedora, una historia ambientada en la guerra civil sobre un curita con los ardores propios de la edad y un perseguido que malvive escondido. Ante la crisis, ¡vete al cine a olvidar penas!

¿Hablamos de los actores y actrices que ganaron? Esos fueron los momentos más patéticos, una bajada de pantalones en toda regla en un quiero y no puedo pero tengo que lucir. ¿Habrá actores y actrices buenos en las películas presentadas? Pues no, dan los premios a Benicio del Toro y a Penélope Cruz. Que sí, que a mí me parece que ambos lo bordan en sus respectivos trabajos, pero presentar Che, el argentino, y Vicky Cristina Barcelona como cine español porque haya cuatro perras invertidas es como mezclar en un ciclo Las que tienen que servir y Dr. Zhivago porque ambas se rodaron en Madrid. Hombre, un poco de seriedad. ¿Qué pasa? Pues que los fotógrafos ayer tenían el dedo más caliente que el cenicero de un bingo. Pero eso no es premiar al cine español, sino crear ilusiones de lo que no es. Y lo triste es que aquí sobran películas y actores de calidad y con gancho. Pero ya se sabe que al españolito medio siempre le ha gustado más el producto de importación.

Y frente a todo esto, ahí está Los crímenes de Oxford, de Alex de la Iglesia, que pasó sin pena ni gloria. A esa película le ha ocurrido lo que a Kubrick con 2001. Una odisea del espacio (salvando distancias, of course). Muchos especialistas se llevaron las manos a la cabeza cuando no fue nominada al mejor maquillaje, y es que la mayoría de los académicos no se dio cuenta de que los monos del principio eran hombres disfrazados, y no simios de verdad. Y Los crímenes de Oxford le ha quedado tan inglesa a Alex de la Iglesia -como requería la historia-, tan entretenida, tan sofisticada, que uno la ve y se dice que eso es puro Hollywood de principio a fin, pero del bueno, del refinado. Pero no, es española. Así que, como ahí no hay botijos, ni chistes zafios, ni dramas sobre la dimensión del ser humano, ni nada por el estilo, los académicos habrán dicho: “a ésa que la premien en otro sitio”.

La ironía viene cuando uno observa que, de todas las películas presentadas ayer es la de Alex de la Iglesia la más equilibrada. Es decir, que es una película más que correcta en su factura técnica y artística, pero además resulta tan entretenida que ha resultado rentable en taquilla. Porque el cine, además del séptimo arte, es un negocio que mueve un montón de millones. El problema es que cuando a uno no le duelen esos millones, lo mismo le da ocho que ochenta. Y no puede ser.

El cine español debe estar apoyado por el Estado, pero no ser el niño tonto, que recibe y nunca da. No debemos pedirle a los directores que hagan nuevas versiones de Los Bingueros, pero sí potenciar un cine que, además de calidad, seduzca al público. Y para eso no hacen falta tiros. Solo talento, ganas y menos ego.