Pecadillos de juventud. Cada cual tiene los suyos. Aquí va otro de los míos: uno de los varios relatos que escribí cuando tenía dieciséis o diecisiete años inspirados por canciones que me resultaban sugerentes. En este caso se trata de un tema de Neil Diamond, You don't bring me flowers. En ella, una pareja se echa en cara todas las cosas que ya no hacen, consumida la pasión por la rutina. En mi relato, una pareja repasa esos recuerdos antes de abandonar para siempre el hogar que crearon juntos. Es una prosa terriblemente recargada, de una exagerada melancolía pero, ¿qué le vamos a hacer? Es lo que tienen los dieciséis, ¿no?
Solía ser maravilloso. “Para siempre” eran las palabras más significativas del mundo para ellos. Entonces.
Hoy la casa está a oscuras, apenas unos destellos del sol de febrero se filtran entre las celdas de la persiana del salón. Él avanza entre mesas, sillas, puertas y estanterías, confundidos entre las sombras, con la misma precisión que un ciego en su hogar. Demasiado tiempo conviviendo con ellos, demasiados años para conseguirlos. Pero ya no son suyos, ni de ella, pertenecen a aquella casa, que está en manos del pasado, un pasado evocador y dulce, en el que aprendieron a reír y a llorar. Un pasado que se ha tornado hiel en sus labios. El viento del destino barre sus corazones como hojas caducas caídas sobre el húmedo acerado.
“Ya no me hablabas al volver a casa”, dice él. Ella le escucha y cierra los ojos. “Ya no nos decíamos te quiero”, le responde.
La cama es fría. Grande. Inmensa. Ella se pierde últimamente en aquellas sábanas. Le falta el aire y tiene que incorporarse en mitad de la noche. Y sin embargo es la misma cama de entonces, en la que no había espacio suficiente para dar rienda suelta a la expresión del amor que sentían, del amor que recibían, que era igual al amor que daban.
El cojín sobre la almohada, la almohada bajo el peluche. La fotografía, el pequeño joyero, el reloj francés de aquella feria de antigüedades. Ella seca una gota de nostalgia que le abrasa la mejilla. Y mira el cuadro que pende sobre la cabecera. Aquella pintura les costó tanto... Pero, ¡cuánto la querían! Y sin embargo, fue una experiencia más, sólo una más de las maravillas de aquella aventura que suponía amarse cada día. Como los viajes a París y Nueva York, como los fines de semana fantasmas, como la guitarra firmada por sus artistas más admirados: Neil Diamond, Bob Dylan, Paul Simon... Allí está, apoyada en el galán, bajo el espejo que calla tantos besos, tantas caricias, tantas palabras, tantos silencios. Sus cuerdas, sin duda, no emitirían más que tristes sonidos.
“Ya no me cantabas canciones de amor”, dice ella.
Él entra en el dormitorio, pero no responde. Y entonces ella le mira, pero tampoco dice nada. Baja los ojos y pasa a su lado, camino del vestíbulo. Él no puede resistirse a la atracción de la cama. Se admira del cambio producido en su propia actitud. En los últimos tiempos, cuando se retiraba de ella, no hacía más que besarla en la mejilla, volverse sobre su almohada y apagar la luz. No está seguro de a quién dolía más aquello. Desde luego, actualmente le atormenta ese recuerdo, especialmente al compararlo con aquellas jornadas de pasión y fantasía, entre el silencio de lo prohibido y la expresión de lo inenarrable. Entonces nunca apagaban la luz. De hecho, ni siquiera les hacía falta encenderla.
Cruza toda la casa, desandando toda una vida, resquebrajando lo que parecía indisoluble, y llega hasta la entrada. La claridad que se cuela por entre las baldas de la persiana de la cocina corta en diversas líneas el rostro de ella. Por primera vez en mucho tiempo sus miradas conectan, y se hablan, y se consuelan. Pero después se desvían, porque comprenden que ya sólo pueden hacerse daño.
“¿Pensaste que podría aprender a decirte adiós?”, le pregunta él acercándose.
Ella cierra los ojos y trata de detener la rotación de la Tierra, la expansión del Universo, y volver a cuando él no podía esperar para amarla, cuando odiaba tener que dejarla. Él se acerca y levanta suavemente su barbilla hasta que ella vuelve a mirarle a los ojos. Y los ojos se quiebran, se interrogan, se suplican. Pero los dos conocen ya todas las respuestas, todas las alternativas.
“Ya no me decías que me necesitabas”, explica ella.
Se vuelve entonces hacia la puerta de la calle y la abre. Está a punto de cruzarla, pero se detiene en el umbral. Y se gira. Y acorta los dos pasos que le separan de él para darle un último beso, que él siente como la suave brisa de cualquiera de aquellos paseos por la playa al atardecer.
Y Ella se va. Y los dos piensan. Porque aquÉl es ya el punto de no retorno, el final del cuento. Y ninguno quiere que suceda. Pero ambos son conscientes de la realidad.
“Ya no me regalabas flores”, dice ella, sin poder contener las lágrimas, antes de cerrar la puerta a su espalda.
Ya no me regalas flores
Solía ser maravilloso. “Para siempre” eran las palabras más significativas del mundo para ellos. Entonces.
Hoy la casa está a oscuras, apenas unos destellos del sol de febrero se filtran entre las celdas de la persiana del salón. Él avanza entre mesas, sillas, puertas y estanterías, confundidos entre las sombras, con la misma precisión que un ciego en su hogar. Demasiado tiempo conviviendo con ellos, demasiados años para conseguirlos. Pero ya no son suyos, ni de ella, pertenecen a aquella casa, que está en manos del pasado, un pasado evocador y dulce, en el que aprendieron a reír y a llorar. Un pasado que se ha tornado hiel en sus labios. El viento del destino barre sus corazones como hojas caducas caídas sobre el húmedo acerado.
“Ya no me hablabas al volver a casa”, dice él. Ella le escucha y cierra los ojos. “Ya no nos decíamos te quiero”, le responde.
La cama es fría. Grande. Inmensa. Ella se pierde últimamente en aquellas sábanas. Le falta el aire y tiene que incorporarse en mitad de la noche. Y sin embargo es la misma cama de entonces, en la que no había espacio suficiente para dar rienda suelta a la expresión del amor que sentían, del amor que recibían, que era igual al amor que daban.
El cojín sobre la almohada, la almohada bajo el peluche. La fotografía, el pequeño joyero, el reloj francés de aquella feria de antigüedades. Ella seca una gota de nostalgia que le abrasa la mejilla. Y mira el cuadro que pende sobre la cabecera. Aquella pintura les costó tanto... Pero, ¡cuánto la querían! Y sin embargo, fue una experiencia más, sólo una más de las maravillas de aquella aventura que suponía amarse cada día. Como los viajes a París y Nueva York, como los fines de semana fantasmas, como la guitarra firmada por sus artistas más admirados: Neil Diamond, Bob Dylan, Paul Simon... Allí está, apoyada en el galán, bajo el espejo que calla tantos besos, tantas caricias, tantas palabras, tantos silencios. Sus cuerdas, sin duda, no emitirían más que tristes sonidos.
“Ya no me cantabas canciones de amor”, dice ella.
Él entra en el dormitorio, pero no responde. Y entonces ella le mira, pero tampoco dice nada. Baja los ojos y pasa a su lado, camino del vestíbulo. Él no puede resistirse a la atracción de la cama. Se admira del cambio producido en su propia actitud. En los últimos tiempos, cuando se retiraba de ella, no hacía más que besarla en la mejilla, volverse sobre su almohada y apagar la luz. No está seguro de a quién dolía más aquello. Desde luego, actualmente le atormenta ese recuerdo, especialmente al compararlo con aquellas jornadas de pasión y fantasía, entre el silencio de lo prohibido y la expresión de lo inenarrable. Entonces nunca apagaban la luz. De hecho, ni siquiera les hacía falta encenderla.
Cruza toda la casa, desandando toda una vida, resquebrajando lo que parecía indisoluble, y llega hasta la entrada. La claridad que se cuela por entre las baldas de la persiana de la cocina corta en diversas líneas el rostro de ella. Por primera vez en mucho tiempo sus miradas conectan, y se hablan, y se consuelan. Pero después se desvían, porque comprenden que ya sólo pueden hacerse daño.
“¿Pensaste que podría aprender a decirte adiós?”, le pregunta él acercándose.
Ella cierra los ojos y trata de detener la rotación de la Tierra, la expansión del Universo, y volver a cuando él no podía esperar para amarla, cuando odiaba tener que dejarla. Él se acerca y levanta suavemente su barbilla hasta que ella vuelve a mirarle a los ojos. Y los ojos se quiebran, se interrogan, se suplican. Pero los dos conocen ya todas las respuestas, todas las alternativas.
“Ya no me decías que me necesitabas”, explica ella.
Se vuelve entonces hacia la puerta de la calle y la abre. Está a punto de cruzarla, pero se detiene en el umbral. Y se gira. Y acorta los dos pasos que le separan de él para darle un último beso, que él siente como la suave brisa de cualquiera de aquellos paseos por la playa al atardecer.
Y Ella se va. Y los dos piensan. Porque aquÉl es ya el punto de no retorno, el final del cuento. Y ninguno quiere que suceda. Pero ambos son conscientes de la realidad.
“Ya no me regalabas flores”, dice ella, sin poder contener las lágrimas, antes de cerrar la puerta a su espalda.
4 comentarios:
Qué melancolía. No tenía que haberlo leído en mi actual situación de hombre solitario (mis chicas están en Sevilla y yo perdido en Valladolid). Pero esas son las circunstancias del lector, el relato cumple su propósito.
Has vuelto a cambiar de escenario. ¿A qué se deben esos cambios de imagen del blog?
Me alegro de que te gustara el relato...
Quería darle un aire más veraniego al blog. Y escogí un modelo del que ya empiezo a cansarme, la verdad... No acabo de encontrar un aspecto que me convenza del todo, o bien es que no puedo evitar que se me antoje variar de vez en cuando...
Triste y duro, como la vida misma. Sobrecogedor. Y toda una genialidad narrativa, no ya pensando en que fue escrito por un chaval de dieciséis años, sino genial en sí mismo. Me encanta.
Saludos, Javier!
PD: Afortunadamente no todo es tristeza en esta vida; también tiene sus momentos agradables, como aquellos que debió vivir esa pareja cuando las cosas marchaban...
Muchas gracias por esas palabras Kinezoe. Celebro que te haya gustado...
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