Era un dedo, nada más. ¿De cara o de perfil? ¿Qué más daba? Era un dedo, nada más. ¿Realmente podía ser tan malo? Sabía que sí, era consciente de que podía ser terrible de verdad. Y aun así, aquel dedo parecía tenerle hipnotizado. Le seducía como pocas mujeres habían logrado hacerlo a lo largo de su vida. Claro que pocas mujeres tenían ese color, ese olor, esa textura. Pocas mujeres le habían hecho sentir tan bien como podía conseguirlo aquel dedo.
Tan sólo un dedo de bourbon.
¿Realmente podía ser tan malo?
Tomó el pequeño vaso, de grueso fondo y cristal labrado, y lo levantó muy despacio hasta colocarlo a la altura de sus ojos. Aquel movimiento tan cuidadoso escondía algo de temor, como si tan sólo una gota de aquel elixir pudiese hacer saltar por los aires la sala, pero también dejaba entrever un impulso de contenido deseo, de enfermiza curiosidad ante las propiedades que pudiese deparar.
Sabía bien de lo que era capaz el bourbon. Demasiado bien. Por eso logró imponerse y se obligó a salir de aquel amago de hechizo. La imagen de sus hijas asustadas mientras presenciaban las broncas con su esposa, o cuando ésta le llevó a trompicones por toda la casa para echarlo a la calle, tras presentarse al alba, casi inconsciente, alardeando de haberse bebido lo que les quedaba para vivir aquel mes… Aquéllas estampas patéticas de su vida pasada atravesaron de lado a lado su mente como una afilada cuchilla, librándolo de inmediato de la atracción de aquel vaso de bourbon.
Pero, sólo un dedo…
Los que le rodeaban nada sabían de sus días pasados. Ciudad nueva, trabajo nuevo, la misma familia. No fue fácil, pero logró recuperarla al completo. Prometió mucho y lo cumplió casi todo. No fue cosa de unos días, más bien de varios años. De mucho tiempo luchando como nunca había imaginado que tendría que hacerlo, de sentir asco de todo y de todos, y verdadera repulsión de sí mismo; tiempo para aprender de nuevo a vivir sin la necesidad de empezar cada día con un trago tan revitalizante como letal, a partir del cual iba engarzando uno tras otro hasta que apuraba el que le hacía caer redondo.
Se asombró al pensar cuánto habían cambiado las cosas, cómo se respetaba ahora a sí mismo y cómo veía reflejada esa situación en el cariño y comprensión que recibía de los que le rodeaban. Ahora sólo necesitaba eso para vivir, el amor de su familia, la presencia de sus amigos, un cigarrillo de vez en cuando, algo de sexo inofensivo y agradable algún fin de semana, tal vez un viaje interesante… Era bonito vivir así.
Y allí tenía delante ese dedo de bourbon, que tal vez estaba llamándole con su seducción infalible. No podía saberlo, no quería más bien, porque había aprendido a no escuchar su voz. No tenía mucho misterio, sólo había que desarmarlo del supuesto encanto que tenía. Tampoco le atraían ya su almibarado color cobrizo, ni su lacónico movimiento a girar el vaso suavemente de un lado a otro, ni el olor apacible y evocador que parecía escapar de entre aquellas olas diminutas de agua de Tennessee. ¿Cómo era posible que ninguno de los presentes lo estuviese bebiendo? Aquellos abogados eran gente algo vulgar. El propio bufete era bastante simplón, con casi todos los trabajadores apilados en aquella sala. Al menos él tenía su pequeño despacho.
Apenas eran las nueve de la noche, pero aquello era una fiesta al fin y al cabo, ¿no? Sin embargo todos andaban de acá para allá con botellines de cerveza y copas de vino, tragos tan aburridos y vulgares como un buche de agua. Él, sin embargo, había optado por el zumo, de piña o albaricoque, sabores con algo de personalidad, con prestancia. ¿No se trataba de eso, al fin y al cabo?
Era sólo un dedo de bourbon, tan insignificante aparentemente que nadie parecía reparar en él. Hacía un rato que nadie le hablaba, desde que estrechó la mano del compañero que se jubilaba y se excusó antes de ir al baño. Al salir fue hacia su despacho, desde donde veía todo el movimiento de la velada. Se sentó en su mesa y rebuscó en sus cajones. Quería una carpeta en la que guardaba algunos viejos chistes con los que aquel compañero y él habían bromeado unas semanas atrás. La carpeta no estaba. ¿Guardó de verdad aquellos chistes? Sus dedos se toparon entonces con algo agradable al tacto, parecía cuero. Aferró el objeto y lo extrajo del cajón muy despacio. Conforme fue quedando al descubierto comprobó que se trataba de una petaca –su vieja petaca- coronada por el vaso de chupitos que le habían regalado en el “Lost Weekend”, un local al que fue asiduo durante algún tiempo.
Había mirado la petaca con una extraña sensación de desasosiego, como si fuese un niño pequeño y, aquel objeto, un ruido que salía de su armario en plena noche. ¿Quién la había puesto ahí? ¿Quizás él mismo? ¡Desde luego que había sido él! ¿Quién si no? Pero, ¿cuándo?
Claro, era el regalo. Iba a regalársela al compañero que se marchaba. Debió haberla guardado ahí días atrás, semanas tal vez, cuando se le ocurrió la idea. Había sido una época tan ajetreada en el bufete que sin duda se le fue de la cabeza. Se la daría al instante, claro, pero antes quiso comprobar que estaba bien… Sí… no estaba rota… ni manchada… ¡Estupendo! y estaría vacía, claro; debía comprobarlo.
Tomó el vaso y lo colocó sobre la mesa. Era bonito, muy bonito, y elegante, con una figura labrada en el contorno y una base firme, como deben de ser ese tipo de vasos. Allí, en medio del escritorio cubierto de documentos, parecía ser algo especial. Desenroscó entonces el tapón y, con mucho cuidado, inclinó al petaca. Sintió que su corazón se aceleraba. Comenzaba a sentir calor. Contuvo la respiración.
Y el líquido empezó a caer.
Se el antojó a cámara lenta, o tal vez era cosa suya, que lo vertía con la precisión adecuada para perpetuar el momento. Vio caer la última gota y respiró profundamente.
Pues sí que quedaba algo en la petaca. Poca cosa.
Un dedo, nada más.
Una compañera se le acercó para preguntarle si quería bailar. ¿Bailar él? No, muchas gracias, era un patoso. La secretaria del jefe le ofreció poco después un sándwich. Era guapa aquella chica. Rehusó su ofrecimiento y la vio alejarse. Sí, desde luego tenía buen tipo.
Bajó la mirada y observó el bourbon en el vaso, y después volvió a buscar a la secretaria entre la gente. Tenía bonitas piernas, altas y bien torneadas. ¿Era obligatorio que todas las secretarias llevasen falda? Su busto resultaba de lo más erótico, aunque lo mejor, sin duda, su sonrisa.
¡Era una chica tan agradable! Le daban ganas a uno de… Sacudió la cabeza y pensó en su esposa. Por unos breves segundos recordó la última vez que hicieron el amor y se dijo a sí mismo que era un hombre afortunado. ¿Para qué pensar tonterías? Había muchos peligros en el mundo, muchas formas de arruinase la existencia. Si había algo ruin en la vida era serle infiel a la esposa. Cualquier cosa antes que eso. Conocía muchas familias destrozadas por un rato de torpe lujuria. Él, nunca. Era un buen hombre.
Suspiró y se sintió orgulloso de ello.
Se volvió entonces con decisión y volvió a coger el vaso, esta vez sin tanta ceremonia. Miró el líquido y sonrió. Un dedo de bourbon. ¡Dios, tan sólo un dedo! Y hay tantas cosas horribles en este mundo… Abrió la boca tanto como pudo y vació el contenido del cristal en ella.
En cuanto el brebaje tocó su garganta, cerró los ojos y se dejó caer con las dos manos sobre la mesa. El licor recorrió todo el camino hasta el estómago como una serpiente arrastrándose rauda al acecho de su presa, y al llegar, sintió cómo se enroscaba en su interior.
Tuvo el repentino impulso de llorar, se le antojo una lucha interna. Pensó en su mujer y en sus hijas, en el compañero que se jubilaba, y no pudo reprimir unas lágrimas iracundas.
Hay tantas cosas horribles en este mundo…
Golpeó la mesa con el puño cerrado tan fuerte como pudo y se despidió de los presentes antes de marcharse. Necesitaba echar un trago. El chupito le había calentado la lengua. Buscaría un bar, pediría otro bourbon y estaría de vuelta enseguida para tapar su sabor con un zumo de piña.
Sólo un trago y se acabó.
Un dedo, nada más.
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