Hoy me he reencontrado con el pasado. Andaba sentado al ordenador mirando cosas, haciendo planes, lamentando oportunidades pasadas, y me ha dado por pinchar –que así se decía cuando eran los vinilos los reyes de cualquier discoteca personal- un viejo disco. De pronto, algo me ha agarrado por dentro y me ha obligado a echar la vista atrás diez, doce años, tal vez quince. A esa adolescencia en la que, para mí, el cine era el único mundo en el que vivir podía ser algo bello. Es verdad, no me embarga la nostalgia, yo veía la vida en Cinemascope, una veces en glorioso blanco y negro, y otras en ese Technicolor que te daba ganas de agarra las maletas y tirar para las plantaciones sureñas por las que, seguro, acabaríamos encontrándonos con Paul Newman y Liz Taylor, siempre según una historia de Tennessee Williams.
El cine nunca ha dejado de ser una de mis grandes pasiones, pero parecía que ya no era igual. Por circunstancias varias, acabé encaminando mis pasos hacia la música, siempre con la literatura como telón de fondo, y siempre, no puedo evitarlo, con una profunda educación cinematográfica marcando cada golpe en el teclado. Los libros que leo, lo que veo, lo que escucho… todo parece muy diferente. Cine clásico sí, pero dosificado, entre mucho autor moderno, mucha comedia, mucho drama y mucha puñeta para estar a la última. Y está bien. Pero a veces, algo te empuja a eso, a mirar atrás. A las tardes de domingo en los cineclubs como mi buen amigo Pablo, al que algún día tendré que llamar de nuevo, a las librerías de viejo buscando ediciones raras de Hemingway, los originales de Ian Fleming y aquellos libros de relatos de Garci, a saberme de memoria los diálogos de Casablanca y Río Rojo, y a soñar con que, algún día, podría enamorarme discutiendo con una fogosa pelirroja como Maureen O’Hara (esto último sí me ocurrió, doce años atrás, y aún lo disfruto cada día; y ha sido una de las cosas maravillosas que aún me siguen ayudando a creer que la vida y el cine pueden generar un combinado maravilloso; una de esas cosas maravillosas, mi Marta O’Hara, por las que vale la pena vivir).
Hubo un tiempo en el que yo no podía evitar reír con Billy Wilder, en el que necesitaba emocionarme con John Houston; en el que, de vez en cuando, no tenía más remedio que volver a John Ford para llorar un poco. Hace poco pensaba que ese tiempo había pasado para no volver nunca más. Pero hoy, escuchando esta banda sonora (no diré cuál, algo de misterio hay que dejar) he vuelto a recuperar las madrugadas de sesión doble, y hasta triple, que me montaba en verano, después de escuchar a don Carlos (Pumares, que sigo sin creer que pueda ser el que acabó pervertido en Crónicas Marcianas), y las noches de lunes en las que revolucionaba a la familia para poder ver la presentación inicial de ¡Qué grande es el cine!, porque si no, con los anuncios, la película y el coloquio final no entraban en el vhs de tres horas.
Hoy he vuelto a recuperar eso y mucho más, saboreando un Southern Comfort herlado, como seguro le hubiese encantado a Humprey Bogart (Dios mío, ¡cuánto hace que no me depuro por dentro viendo por enésima vez Casblanca). Ojalá hubiese ocurrido mientras devoraba una rebanada de pan con Nocilla, lo que me hubiese transportado a aquellas tardes de sábado con mis abuelos, unos y otros, disfrutando con los westerns de John Wayne y James Stewart, las películas inglesas de espías o las comedias de los Hermanos Marx.
Pero uno crece, y se hace mayor, y cambia; eso dicen. Y ya la Nocilla no es buena, y fumar es malo, y beber, nefasto, y comer, perjudicial, y amar, un riesgo, y viajar, tentar la suerte, y vivir… ¡Viva el siglo XXI! Las dichosas facturas, las obligaciones, las imposiciones del mercado si uno quiere conseguir algo en esto de escribir… Pero al final te das cuenta, creo, de que eres tú mismo el que acabas olvidando lo que fuiste o lo que querías ser, en el mismo camino para poder alcanzarlo. Y eso es una putada, sin perdón, se mire como se mire.
Suena un lacónico piano y yo termino de teclear esta filípica inconexa. Lo siento por los lectores y lloro por los ausentes. ¡Qué puñetas! Desdeño a los que van de intelectuales, de críticos iluminados y de sabelotodo artísticos que desdeñan la nostalgia en pos de un arte frío, tan falto de corazón como de pasado en el que asentarse. Hoy me he reencontrado conmigo mismo media vida atrás, y es algo que sienta fenomenal a pesar del terrible dolor.
Esta tarde iba a hacer muchas cosas pensando en un futuro que debo asegurar porque nunca se sabe. ¡A hacer puñetas! Voy a sentarme a ver una vieja película de esas que muchos jóvenes nunca podrán disfrutar porque algún hijo de la incultura se empeña en pensar que Velázquez y Cervantes son cultura pero Berlanga y Saura no. Así se aburra en el cine durante toda su vida.
Ethan Edwards cabalga hacia la puesta de sol, una vez más, y al sur de Guadalquivir empieza a atardecer, como quince años atrás.
Let’s go home, Debbie!
El cine nunca ha dejado de ser una de mis grandes pasiones, pero parecía que ya no era igual. Por circunstancias varias, acabé encaminando mis pasos hacia la música, siempre con la literatura como telón de fondo, y siempre, no puedo evitarlo, con una profunda educación cinematográfica marcando cada golpe en el teclado. Los libros que leo, lo que veo, lo que escucho… todo parece muy diferente. Cine clásico sí, pero dosificado, entre mucho autor moderno, mucha comedia, mucho drama y mucha puñeta para estar a la última. Y está bien. Pero a veces, algo te empuja a eso, a mirar atrás. A las tardes de domingo en los cineclubs como mi buen amigo Pablo, al que algún día tendré que llamar de nuevo, a las librerías de viejo buscando ediciones raras de Hemingway, los originales de Ian Fleming y aquellos libros de relatos de Garci, a saberme de memoria los diálogos de Casablanca y Río Rojo, y a soñar con que, algún día, podría enamorarme discutiendo con una fogosa pelirroja como Maureen O’Hara (esto último sí me ocurrió, doce años atrás, y aún lo disfruto cada día; y ha sido una de las cosas maravillosas que aún me siguen ayudando a creer que la vida y el cine pueden generar un combinado maravilloso; una de esas cosas maravillosas, mi Marta O’Hara, por las que vale la pena vivir).
Hubo un tiempo en el que yo no podía evitar reír con Billy Wilder, en el que necesitaba emocionarme con John Houston; en el que, de vez en cuando, no tenía más remedio que volver a John Ford para llorar un poco. Hace poco pensaba que ese tiempo había pasado para no volver nunca más. Pero hoy, escuchando esta banda sonora (no diré cuál, algo de misterio hay que dejar) he vuelto a recuperar las madrugadas de sesión doble, y hasta triple, que me montaba en verano, después de escuchar a don Carlos (Pumares, que sigo sin creer que pueda ser el que acabó pervertido en Crónicas Marcianas), y las noches de lunes en las que revolucionaba a la familia para poder ver la presentación inicial de ¡Qué grande es el cine!, porque si no, con los anuncios, la película y el coloquio final no entraban en el vhs de tres horas.
Hoy he vuelto a recuperar eso y mucho más, saboreando un Southern Comfort herlado, como seguro le hubiese encantado a Humprey Bogart (Dios mío, ¡cuánto hace que no me depuro por dentro viendo por enésima vez Casblanca). Ojalá hubiese ocurrido mientras devoraba una rebanada de pan con Nocilla, lo que me hubiese transportado a aquellas tardes de sábado con mis abuelos, unos y otros, disfrutando con los westerns de John Wayne y James Stewart, las películas inglesas de espías o las comedias de los Hermanos Marx.
Pero uno crece, y se hace mayor, y cambia; eso dicen. Y ya la Nocilla no es buena, y fumar es malo, y beber, nefasto, y comer, perjudicial, y amar, un riesgo, y viajar, tentar la suerte, y vivir… ¡Viva el siglo XXI! Las dichosas facturas, las obligaciones, las imposiciones del mercado si uno quiere conseguir algo en esto de escribir… Pero al final te das cuenta, creo, de que eres tú mismo el que acabas olvidando lo que fuiste o lo que querías ser, en el mismo camino para poder alcanzarlo. Y eso es una putada, sin perdón, se mire como se mire.
Suena un lacónico piano y yo termino de teclear esta filípica inconexa. Lo siento por los lectores y lloro por los ausentes. ¡Qué puñetas! Desdeño a los que van de intelectuales, de críticos iluminados y de sabelotodo artísticos que desdeñan la nostalgia en pos de un arte frío, tan falto de corazón como de pasado en el que asentarse. Hoy me he reencontrado conmigo mismo media vida atrás, y es algo que sienta fenomenal a pesar del terrible dolor.
Esta tarde iba a hacer muchas cosas pensando en un futuro que debo asegurar porque nunca se sabe. ¡A hacer puñetas! Voy a sentarme a ver una vieja película de esas que muchos jóvenes nunca podrán disfrutar porque algún hijo de la incultura se empeña en pensar que Velázquez y Cervantes son cultura pero Berlanga y Saura no. Así se aburra en el cine durante toda su vida.
Ethan Edwards cabalga hacia la puesta de sol, una vez más, y al sur de Guadalquivir empieza a atardecer, como quince años atrás.
Let’s go home, Debbie!
2 comentarios:
Seguro que no fueron tan sólo domingos de cine-club, sino viernes, sábado e incluso algún que otro jueves. Vamos que a pulso te dieron el carne de cinéfilo, ¿cómo? ¿qué ya ha caducado? no, seguro que no. Tal vez, necesite alguna renovación pero todo se arregla con un visionado de “Casablanca”, otro de “Sólo ante el peligro”, un par de películas de Alfred Hitchcock (a elegir), algo de cine negro y para acabar una sesión de “Dos hombres y un destino”.
Abrazos de otro nostálgico.
Vaya, P., como diría un buen amigo mexicano, "me has dado en toda la chapa". 'Casablanca', Hitchcock, 'Dos hombres y un destino'... ¿Seguro que tras esa P. no se esconde mi viejo amigo P. L.? En cualquier caso, gracias por tu comentario
Y sí, desde luego fueron mucho más que los domingos, jeje
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