jueves, 23 de abril de 2009

Relato: 'Los demonios de la noche'

De la limpieza de archivos de la que ya hablé cuando publiqué el relato anterior, he rescatado este otro texto, escrito bajo influencias similares y que debe datar también de hace unos doce o trece años. Sigue haciéndome sonreír esa cierta ingenuidad que destila el dramatismo de muchas de sus líneas. Un relato de desamor urbano, como son las mejores historias románticas. Y no os dejéis engañar por el título, no hay ni una pizca de terror en estas líneas. En fin, espero que no os desagrade demasiado a los que os animéis a leerlo.


Los demonios de la noche

Era martes. Octubre o noviembre, pero martes. Desde la ventana de aquel tercer piso pude ver pasar el autobús. Apenas distinguí ocho o nueve pasajeros. No veía sus rostros, pero intuía sus expresiones. Podría describir cada una de aquellas miradas al vacío, de aquellos suspiros, porque yo también he tomado muchas veces el autobús de los demonios. Es ese último coche que sale cuando el reloj del Ayuntamiento está próximo a dar las doce. Cuando el conductor cierra las puertas para partir, un aliento casi tangible se incrusta en el pecho de todos los viajeros, incautos solitarios que se convierten en las primeras víctimas. Vengan de donde vengan, vayan adonde vayan, todos comparten una cierta tristeza en sus ojos. ¿Cansancio? Tal vez parezca eso, pero no, es más, mucho más.

El día muere, y la mente toma control de los pensamientos, ajena por completo a la voluntad del sujeto. Y hace balance del día presente, evoca sin remedio los días pasados, y hace estimaciones de lo que depararán los futuros. Las esperanzas ofrecen dura resistencia ante los miedos, y el deseo se niega a doblegarse ante la inseguridad. La conclusión de ese estado es la que conduce al suspiro, a la aceptación de una vida propia condicionada por tantas ajenas.

También se advierte algo de salvación en los rostros de esos viajeros, al menos, de tregua. El día termina, y con él, los problemas cotidianos se encierran entre paréntesis. El extra de ese mes que sigue sin permitir pagar la hipoteca pendiente, la agencia de trabajo temporal que no llama nunca, la amante que no deja volver a la añorada rutina marital… Pero ya es de noche, nada se puede hacer, y no queda más remedio que aprovechar para tomarse un descanso. Es entonces cuando se piensa, cuando se recuerda, cuando se lamenta, cuando se sueña.

Conforme se van apeando del autobús, los demonios también bajan con ellos, y se van distribuyendo así por toda la ciudad. Recorren cada esquina, cada escalera, cada entreplanta, cada puerta, cada habitación, cada almohada... Como la víspera de la Epifanía, como la plaga de Egipto. No se conforman con las habituales, van buscando víctimas nuevas cada día. Están al acecho de cualquiera que sucumba a la soledad, de espíritu, por supuesto. Yo he presenciado cómo algunas personas rodeadas de otras muchas eran arrastradas por estas sombras de la penumbra hacia los insondables abismos de la noche; sin posibilidad de salvación, sin redención.

Yo conocía bien aquella experiencia, y por eso vigilaba. El autobús no se detuvo en la parada, junto al quiosco decorado con carteles y graffitis. Aun así, desconfié. No los ves, no los oyes, pero llegado el momento, los sientes. Yo los sentiría, seguro, pero no allí, no en ese momento; no con ella. Estaba sentada en la cama, tapada hasta la cintura por la sábana celeste y una manta cubriéndole los hombros, con sus pechos medianos y firmes señalándome con una sensualidad irresponsable en aquellos momentos. Bebía los restos de una infusión de manzanilla que le había preparado. Tenía la mirada triste.

Es curioso, no me había fijado hasta entonces. No era sólo tristeza por nuestra situación, lo sé. Había sido así desde años atrás, poco a poco. Tenía sendas bolsas bajo cada uno de aquellos ojos castaños: una por Teresita y otra por Alfonsín. La buena figura que mantenía a sus cuarenta y siete se la debía a Antonio, su marido, y al miedo que tenía de llegar a perderlo ante la competencia de mujeres más jóvenes y bonitas; luchaba por no estropearse. Pero en lo que se refiere a su interior, la guerra era encarnizada. Yo fui el último cartucho, la última y desesperada esperanza, algo así como aquellos niños de las academias militares sureñas en la guerra de Secesión norteamericana. La batalla estaba perdida antes de comenzar, pero tenía que librarla.

Cuando abrí la puerta y vi su rostro -hacía ya tres horas de aquello-, cuando sus ojos se encontraron con los míos, ambos supimos que era el momento. ¿Por qué prorrogarlo? Una vez más, Antonio estaba en Valencia, y los niños continuaban cada uno a lo suyo. Pasó y nos sentamos. Yo en la cama, ella en una silla; ella tomó una cerveza, yo continué con el Smirnoff. Estuvimos un rato sin hablarnos, sólo nos mirábamos. La cita anterior terminó en el aire, como cuando mi amigo Juan Miguel y yo pasábamos las noches de sábado puntuando los Gimlets y Martinis de los bares del centro. La cita anterior, decía, dio la impresión de que realmente sería la última.

Cuando nos conocimos en el supermercado de El Corte Inglés, ella haciendo la compra de la semana, yo buscando a mi amigo “Juanito el Caminante”, algo nos lanzó el uno hacia el otro, como si estuviésemos destinados a encajar en el caos insufrible de este condenado universo. A mí se me escapó una lata de frutos secos de entre los dedos, ella la recogió en el aire y nuestras miradas conectaron. Sonreímos y permanecimos así, sin articular palabra o movimiento alguno, durante un largo rato, como dos adolescentes tontorrones. Ella necesitaba que alguien la escuchara, le hablara, la amara; yo buscaba alguien con quien compartir mis noches. Así que decidimos quedar el fin de semana. Su marido fuera, mi Olivetti en el armario. Reímos juntos, aprendimos, olvidamos y recordamos. Con toda sinceridad, creo haber pasado con ella algunos de los mejores momentos de mi vida. Tal vez se debía a su sencillez o a su sinceridad. Tal vez, simplemente, a que era ella.

Y así, los días cayeron del calendario, cumpliendo semanas y deshojando algo más de media docena de meses. En ese tiempo pasamos de evocar la pasión de Kirk Douglas y Kim Novak en Un extraño en mi vida, a parecernos a José Sacristán y Fiorella Faltoyano al final de Asignatura pendiente. Ella iba exigiendo cada vez más atención, al tiempo que yo iba necesitando más independencia. ¿Es verdad todo esto, o sólo excusas que me esfuerzo por creer reales no sentirme tan mal?

Dejó de funcionar. No, no sería justo. Una radio deja de funcionar, igual que una lavadora. Nosotros, desde luego, fuimos mucho más. No, no sería justo describirlo así. Digamos mejor que el hechizo se rompió, que las miradas dejaron de hipnotizar, que las caricias dejaron de enardecer. El caso es que ninguno cumplimos el pacto que, entre susurros y arpegios de John Scofield, acordamos la primera noche y sellamos haciendo el amor.

Al parecer, los remordimientos no la dejaban vivir. Se sentía mal con todo aquello. Pero no podía dejarlo, lo necesitaba. Ella amaba a su marido, pero eso no bastaba para llenar su vida. Después de aquellos meses no llegué a tener claro por qué se enamoró de mí -¿realmente fue amor o sólo pasión desesperada?- ni por qué quiso dejarlo. No importa. Fue bueno, muy bueno, mientras estuvimos juntos. Y todo terminó aquella noche. Apuradas las bebidas y las explicaciones piadosas, hicimos el amor por última vez. Porque nos apetecía. Porque lo necesitábamos. Por los buenos tiempos. Después dieron las doce y pasó el autobús. Y ella se fue.

Dos semanas y cuatro días después, estoy sentado en la tapa del inodoro, escribiendo estas notas sobre la caja de la Braun que ella me regaló para mejorar el apurado que me dejaba la vieja cuchilla. Ha sido el único sitio tranquilo que he podido encontrar cuando algo me ha hecho recordarla. Sus cabellos, su sonrisa, sus certeros comentarios, nuestros paseos... La casa está llena de gente disfrutando de una fiesta organizada por mi editor para celebrar el lanzamiento de una recopilación de relatos. Él cree que será un éxito, yo lo dudo. Les falta corazón, ella se lo llevó; ¿acaso importa? Ya han dado las doce, y me duele el alma de que los demonios la arañen al brillar la Luna. Una noche más.

Así que está decidido. Ella ya no está, como tampoco están Irene, ni Carmen. Pero el mundo sigue girando, y habrá que echar los dados de nuevo. Saldré ahí fuera y trataré de confundirme entre esa gente. Tal vez tenga suerte. Me ha parecido ver una mujer interesante husmeando en mi estantería. Me acercaré, diré algo gracioso y la invitaré a tomar algo. Si sonríe y acepta, le contaré la historia de mi vida. Después, le pediré que me ayude a pasar la noche. Al fin y al cabo, los demonios duermen durante el día.


5 comentarios:

Kinezoe dijo...

Bonito relato. Ya me gustaría a mí poder escribir como tú... La noche y la ciudad han sido siempre inspiradoras de grandes historias. Me gusta el clima que se crea: soledad, desesperanza, transgresión... Te animo a que continúes rescatando textos.

Por cierto, estoy viviendo en pecado; aún no he leído tu libro sobre el Rat Pack. Otro apunte más para mi lista de tareas pendientes. Suma y sigue.

Enhorabuena por el blog. Y saludos, Javier! ;)

Javier Márquez Sánchez dijo...

Vaya, Kinezo, muchas gracias tanto por tus comentarios sobre el relato como por tu interés en el libro del Rat Pack.

La imagen que llevas contigo no podría resultar más de mi agrado: el viejo Dino.

Gracias de nuevo y bienvenido al blog cuando quieras!!

José Angel Muriel dijo...

Nos lleva a esa América que tanto te gusta. Es un reflejo de los tipos sin suerte que abundarían mientras el Rat Pack estaba en su auge.

Javier Márquez Sánchez dijo...

Curiosa lectura. Me das una perspectiva completamente diferente a la que tenía del relato... ¡La magia de la literatura!

José Angel Muriel dijo...

Y de la lectura. Ya sabes, el lector convierte la historia del escritor en su propia aventura.