miércoles, 25 de marzo de 2009

Relato: Mujeres del cuadro

Ayer hice una cosa que no siempre es recomendable: volver al pasado. Buscando un documento en el ordenador me topé con una carpeta que hacía una eternidad que no visitaba, una carpeta en la que guardo una veintena de relatos escritos hace alrededor de una década. Diría que la mayoría datan de entre 1995 y 2000. Es gracioso releer los viejos trabajos. Las influencias —y que nadie diga que no las tiene—, se ven más claras que nunca. También se advierte la ingenuidad, la ilusión, y a veces, la desbordada pretensión.

Fue como encontrarse con un viejo álbum de fotos mientras buscas algo en el altillo. Me vi abocado sin remedio a abandonar lo que estaba haciendo -trabajando en la novela- para ponerme a releer algunos de los textos. Y si algo me quedó claro es que nunca tuve la intención de dedicarme al humor... La mayoría de los relatos eran terriblemente bucólicos, nostálgicos, muy otoñales. Lacónico, así definió mi estilo una profesora de literatura que tuve en el último curso de instituto. Creo que en ese sentido no he cambiado demasiado.

Me hizo feliz comprobar que todos estaban escritos con bastante corrección. Un exceso de lirismo a veces, adjetivos metidos con calzador en otras, o frases algo tendenciosas para subrayar la situación por si al lector no le quedaba clara la cosa. Pero, ¡qué diantres! Estaba echando a andar, ¿no? No me avergüenzo -demasiado- de la mayoría de esos escritos, así que he decidido rescatar uno de ellos para colgarlo en el blog.

Creo que no es lo mejor que escribí en aquella época pero sí se trata del relato del que guardo mejor recuerdo. Conseguí el sentimiento que andaba buscando con el estilo que quería para contar la historia que me gustaba. Y eso es mucho. Como decía antes, al leerlo, sólo por mi forma de escribir, sé sin lugar a dudas que en aquellos días andaba sumergido en la trilogía literaria de José Luis Garci —Morir de cine, Beber de cine y Latir de cine—, del mismo modo que algunas frases —La más limpia de mis camisas sucias—, remiten a mi descubrimiento de las canciones de Kris Kristofferson.

En fin, para bien o para mal, así era yo y así escribía. Espero no decepcionar a demasiados asiduos de este rincón.

Mujeres del cuadro

Un martes más, amanece. Bostezo y me desperezo sin mucho énfasis. Los brazos extendidos cubren toda la cama de matrimonio. Una cama solitaria, incómoda, evocadora de pesadillas nacidas de noches de inabarcable placer. Bueno, dejémoslo en noches placenteras.

Me levanto rápido. Menos piensas, menos sufres. Me había propuesto no perder más tiempo atormentándome con pensamientos inútiles. No voy a regalarles oportunidades a los demonios de la noche que aún acechen apostados tras las cortinas. Abro la ventana y subo la persiana, aunque ni eso ni los ambientadores de mezcla insufrible logran eliminar el terrible hedor a soledad de la habitación.

Me llevo las manos hacia el rostro en dos ocasiones. El agua va colándose poco a poco entre el bello de la barba. Mirándola en el espejo, recuerdo otros tiempos en los que la lucía con más orgullo. Entonces no había indicios de estos mechones color ceniza. Fue ella quien me convenció para que me afeitara al poco de conocernos. Debía ser 1972 o 73. James Taylor cantaba You´ve got a friend, y Serrat, las Nanas de la cebolla. Hablamos por primera vez en una reunión de gente de la facultad, mientras escuchábamos Me & Bobby McGee en voz de la difunta Janis Joplin, algunos clandestinos de Raimon y Paco Ibáñez y el Imagine de Lennon. Todo muy típico, lo reconozco, pero en aquel tiempo te hacía sentir especial. Poco después de nuestro primer encuentro me llevó a ver Pat Garret & Billy The Kid. Le encantaba el lirismo dramático de Sam Peckinpah, tal vez por eso se estaba enamorando de mí. A la salida me sugirió que me deshiciera de mi barba rebelde, como Kristofferson en esa película. Le prometí que desempolvaría la Gillette al día siguiente y a cambio ella se deshizo de la blusa aquella misma noche en el Seat rojo de su hermano. Sigo sin acordarme de comprar gel de baño.

Preparo un café, que no es más que agua teñida por el recuerdo de unos espléndidos desayunos. Ella tenía un especial don para preparar el café. El café, y tantas otras cosas. No se trataba tanto de habilidad como de la precisa elección a la hora de comprar los elementos. Hacía la compra como otros interpretan una pieza de Debussy al piano Ni la publicidad ni las ofertas quebrantaban su lealtad hacia el café Marcilla, y no el recuelo francés que bebo ahora; el suavizante Norit, los rollos de cocina Scottex pero papel higiénico Sarrió, el vodka Smirnoff´s, el jabón de manos Sannex... El lago de los cisnes en medio de cualquier supermercado de barrio. ¿Exagero? No, desde luego. Es sólo que uno no puede hacerse a la idea de lo que era si no la ha visto pasillo arriba y abajo, extendiendo sus manos en movimientos ligeros y certeros. Cuando yo le decía esto me respondía que era una estupidez. Tal vez yo también lo creía entonces. Hoy pienso que daría cualquier cosa por poder asistir de nuevo a ese espectáculo. Pero después de tantos años, la compañía de danza ha dejado para siempre la ciudad. La leche está caducada.

No tengo hambre, así que vuelvo al dormitorio para escoger la más limpia de mis camisas sucias. Hace tiempo que no disfruto de un armario ordenado. Desde que tengo el corazón manga por hombro. Qué ironía, ponerme una corbata de colores alegres, pero es la que mejor me queda. A ella le gustaba que llevara corbata. Guapo, pero no muy arreglado, lo que ella denominaba elegancia informal: unos pantalones de pana, una cómoda camisa de algodón, una corbata de punto y una chaqueta con coderas; todo muy progre, no voy a negarlo. Hoy gasto otros tejidos para casi todas esas prendas, pero en esencia, sigue siendo igual. ¿Habrá cambiado ella? Espero que no. Los vaqueros le sentaban tan bien que aquel verano que estuvimos en Roma se arriesgó a que la excomulgaran al visitar el Vaticano.

Me encantaban sus blusas que simulaban pinturas de Jackson Pollock (que ella misma diseñaba) y sus coloridos calcetines a rayas. Aunque era un verdadero desastre para ordenar la ropa. Sembraba con ella cada habitación, y solía ser yo quien terminaba recolectando esa singular cosecha con una sonrisa de condescendencia. Como en una fábula infantil, podía ir encontrando cada prenda con los ojos cerrados, guiándome tan sólo por el persistente rastro de su perfume, a veces L’eau d’ Issey, a veces Yves Saint Laurent Opium. Lo que me recuerda que hace ya una semana que estrujé inútilmente el bote familiar de colonia de baño, no recuerdo la marca.

No voy a ponerme las botas, que andan tiradas por el dormitorio, al menos una de ellas. Ayer pisé un charco y comprobé que necesitan un relevo. En otra habitación, en la que entro para coger unos zapatos de un pequeño ropero, me acecha la solemne presencia de una vieja máquina de escribir Underwood. Expectante, amenazante, simétricamente ubicada junto a una pila de papel en blanco, un lápiz, un par de Bics, y unas gomillas. Sus teclas no han vuelto a sonar desde hace demasiado tiempo. Junto a la mesa, una papelera de plástico marrón todavía conserva los apócrifos pedazos de alma que plasmé sobre unas hojas condenadas para siempre al ostracismo. La añeja elegancia de la máquina me atrapa. ¿Por qué Dios sigue perdonándole la vida a Bill Gates?

Un minuto. Otro. Otro. Lo único que hace que me detenga y lo deje todo para pensar en ella, en nosotros, pende aún sobre la Underwood como una pantalla mágica que me inspiraba maravillosas ideas: uno de los primeros cuadros que pintó. Me lo regaló poco antes de irnos a vivir juntos. Miraba aquel paisaje de tonos vivos y ardientes y la veía a ella, y ella me susurraba nuevas historias para escribir. Era como la Jennie de la que se enamora Joseph Cotten en aquella película de 1948, irresistible y letal como tantas mujeres plasmadas en lienzos; maravillosa Joan Bennett, ensoñadora Laura Hunt.

Como decía, es lo único que hace que me detenga a recordar tiempos pasados como un estudiantillo desengañado y herido. Sin proponérnoslo, vivimos aquellos años como una especie de pulso. ¿Cuál de los dos sería mejor artista que el otro, más artista que el otro? Es algo absurdo, lo sé. Empezó como un juego, una broma, una forma de animarnos mutuamente... y el más profesional, sin duda, ha resultado ser ella. Yo no soy más que un simple y desdichado mortal.

Aquel día, cuando me abandonó -nada de tardes lluviosas, ocurrió una calurosa mañana de finales de agosto-, yo me sumí en la existencia más patética, mientras ella aprendía a moldear ese torrente de sentimientos para exteriorizarlos en una serie de maravillosas obras que, según me han dicho, aún pasea con éxito de exposición en exposición. La confirmación definitiva de su talento. Algo que todos, especialmente ella, esperaban desde tiempo atrás.

Por mi parte, como ya dije, no he vuelto a sentarme ante la máquina de escribir, ni creo que lo haga. Como tampoco voy a transcribir las divagaciones que ahora comparto con esta grabadora condescendiente, ¿para qué? El arte, cualquier forma de arte, es algo demasiado importante como para seguir practicándolo cuando somos conscientes de que sólo estamos jugando, de que nunca seremos capaces de plasmar a fuego la incandescencia de nuestra alma. Yo lo sé bien. Estoy seguro de todo desde que se quedó sin pilas alcalinas el mando a distancia del Samsung de 20 pulgadas, desde que se acabó el perejil y la sal, desde que bebo J&B en lugar de Johnny Walker, desde que Tony Bennett no ha vuelto a dejar su corazón en San Francisco, desde que Michael Corleone no ha vuelto a matar a su hermano Fredo. Estoy seguro de todo desde que ella se fue.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

No decepcionas, Javier, todo lo contrario. Eran tus comienzos, pero ya estaba germinando tu poder de narrar historias. Esperamos tu novela para leerla cuando salga a la luz.

Susana Torres dijo...

Estupendo relato, Javier. Una buena historia y muy bien escrita. Ahora ya sé por qué eres "el hombre sensible" :)

Anónimo dijo...

Me has dejado anonadado, amigo Javier. Si este "Mujeres del cuadro" no es el mejor relato que escribiste, miedo me da cómo debe ser el mejor.

Javier Márquez Sánchez dijo...

Gracias, Carlos. Muchos andáis ya esperando esa novela. Espero no decepcionaros.

Gracias, Susana. Mi problema es la mesura, y me temo que a veces paso de hombre sensible a sensiblero con demasiada facilidad...

Maestro... ¡A usted qué le voy a decir! ¿Cuándo un humilde limpiabotas como yo se ha visto mejor pagado con tan amable amistad? jejeje. Gracias, don X.

sempiterna dijo...

Bueno, llego tardecito pero llego.

Os diré que leí este relato en su día y que al releerlo no me parece que haya pasado el tiempo. Quiero decir, Javi ha mejorado mucho en calidad, en técnica, en madurez narrativa... pero todo esto tiene un fondo que era como él es y que sigue siendo así. Esa sensibilidad especial.

Es un bonito relato, muy cuidadoso con los detalles y el contexto, muy descriptivo e incluso cinematogéfico y visual,como sueles hacer y que considero que es una de tus características literarias.

Podría seguir escribiendo horas...

Beso.

Javier Márquez Sánchez dijo...

Muchas gracias, Sempi. Con eso de cinematogéfico me has dejado clavado jajaja. Me gusta que tengas esa impresión, de que he evolucionado en técnica y manteco sin embargo el fondo, o la esencia, o como se quiera llamar, porque eso me da la esperanza de tener un pequeño toquecillo personal, por discreto que sea.

Podría seguir leyéndote horas...

Beso.