Analizar una obra a fondo a veces resulta demasiado tedioso. A mucha gente la maniobra le sobra, se conforman con ver la película o leer el libro en cuestión. Si les gusta, bien, si no, mala suerte. Se acabó la historia. Pero los que tengáis la costumbre de ir un paso más allá, de escudriñar en los nombres escogidos por el autor, en la tonalidad de color empleada para el mobiliario o el vestuario, en el corte de pelo o el tipo de arma o coche, debéis saber ya la cantidad de información que puede sacarse de una película a partir de esos detalles. Según qué película, claro.
Hablamos de buen cine, de autores que no se quedan en lo básico. Pero la gran pregunta es: ¿todo es intencionado? En no pocas entrevistas podemos ver cómo el autor se asombra y maravilla cuando el crítico de turno le resalta el uso de estos colores o de aquel plano para querer expresar esto o lo otro, cuando él, en realidad, jamás se lo había planteado.
Traigo esto a colación porque, sentado aquí en la redacción, acabo de darme cuenta de un detalle que al principio me resultó simpático, y tras pensarlo unos segundos, me pareció algo más serio; más que simpático, interesante.
El lunes, como debe ser, no empezó bien. Me levanté con pocos ánimos, especialmente preocupado por la novela, que andaba en un punto algo cuesta arriba y se me hacía duro pensar en tener que andar empujando. Aquello me haría tener una mala tarde de trabajo, pensé, de ésas en las que con suerte consigo rellenar una o dos páginas con ninguna chispa y machacándome la espalda durante cuatro o cinco horas ante la pantalla. A eso le estuve dando vueltas durante toda la mañana, con lo que mi ánimo no fue a mejor.
Sin embargo, resultó que no sólo tuve una buena tarde, sino que creo que ha sido la más productiva de cuantas recuerdo en los últimos tres meses. Me senté a las seis y a las ocho tenía seis páginas bien redondas en las que había contado ni más ni menos que lo que quería y con las que había llegado hasta ese punto preciso, justo aquél en el que, como decía don Ernesto, aún sé qué quiero seguir contando; de este modo es más fácil continuar al día siguiente. Como sólo precisé dos horas, tuve tiempo de sobra de ir a comprar, cocinar un poco y salir a tomar unas cervezas en grata compañía.
Tras una tarde tan redonda, hoy me he levantado pletórico, deseando llegar a casa para volver a sentarme a escribir —probar mis albóndigas en salsa y luego sentarme a escribir, por este orden—, y tratar de disfrutar de unas horas tan productivas como las de ayer —hoy le echaré valor al tiramisú, a ver qué tal sale.
Narrada la esencia de estos dos días, lunes y martes, ese detalle que me ha dado la idea para esta entrada- antes de que Teo me recrimine que llevo mucho sin escribir-, ha sido mi atuendo. Sin que nada en especial me empujase a ello, sencillamente rebuscando en el armario, ayer opté por unos pantalones negros, una camisa de un rojo oscuro y un chaleco negro con algunas líneas blancas. Hoy, de igual modo sin que nada concreto me animase a hacerlo así, me he embutido en unos pantalones blancos acompañados de una camisa también blanca de finas rayas marrones (con la que, por cierto, Sempiterna dice que no estoy nada mal; se agradece).
Si mi vida fuese una película —y afortunadamente así me parece en muchos momentos—, más de un crítico tocanarices acusaría al director de echar mano de un recurso tan facilón como ese de vestir al protagonista de negro cuando está triste y de blanco cuando está contento. Pero como digo, en este caso no ha habido indicaciones del director. Ha sido sencilla improvisación, al más puro estilo Actor’s Studio.
La vida imita al arte, dicen. Bullshit! No hay mejor arte que la propia vida.
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