
Hablamos de buen cine, de autores que no se quedan en lo básico. Pero la gran pregunta es: ¿todo es intencionado? En no pocas entrevistas podemos ver cómo el autor se asombra y maravilla cuando el crítico de turno le resalta el uso de estos colores o de aquel plano para querer expresar esto o lo otro, cuando él, en realidad, jamás se lo había planteado.
Traigo esto a colación porque, sentado aquí en la redacción, acabo de darme cuenta de un detalle que al principio me resultó simpático, y tras pensarlo unos segundos, me pareció algo más serio; más que simpático, interesante.

Sin embargo, resultó que no sólo tuve una buena tarde, sino que creo que ha sido la más productiva de cuantas recuerdo en los últimos tres meses. Me senté a las seis y a las ocho tenía seis páginas bien redondas en las que había contado ni más ni menos que lo que quería y con las que había llegado hasta ese punto preciso, justo aquél en el que, como decía don Ernesto, aún sé qué quiero seguir contando; de este modo es más fácil continuar al día siguiente. Como sólo precisé dos horas, tuve tiempo de sobra de ir a comprar, cocinar un poco y salir a tomar unas cervezas en grata compañía.
Tras una tarde tan redonda, hoy me he levantado pletórico, deseando llegar a casa para volver a sentarme a escribir —probar mis albóndigas en salsa y luego sentarme a escribir, por este orden—, y tratar de disfrutar de unas horas tan productivas como las de ayer —hoy le echaré valor al tiramisú, a ver qué tal sale.

Si mi vida fuese una película —y afortunadamente así me parece en muchos momentos—, más de un crítico tocanarices acusaría al director de echar mano de un recurso tan facilón como ese de vestir al protagonista de negro cuando está triste y de blanco cuando está contento. Pero como digo, en este caso no ha habido indicaciones del director. Ha sido sencilla improvisación, al más puro estilo Actor’s Studio.
La vida imita al arte, dicen. Bullshit! No hay mejor arte que la propia vida.
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