En 1958, tras el éxito el año anterior de La maldición de Frankenstein, la Hammer volvió a convocar al mismo director, Terence Fisher, y la misma pareja protagonista, Peter Cushing y Christophe Lee, para rescatar un nuevo título de terror de entre los grandes éxitos que obtuvo la Universal en los 30. En este caso le tocó el turno al vampiro inmortal, el conde Drácula.
Fisher apostó por un vampiro mucho más sensual, cuyas mordeduras a las féminas que alegraban las películas con sus voluptuosas figuras desprendían un aire de inequívoca sexualidad. Christopher Lee logró con este papel un gran reconocimiento que acabaría convirtiéndole en uno de los grandes mitos del cine de terror. No fue para menos el trabajo de Peter Cushing como profesor Abraham Van Helsing, el entregado cazador de vampiros cuyo rostro quedaría inevitablemente ligado de por vida al del genial actor británico.
La película da sin duda mucho para hablar y analizar, pero para ser domingo, ya es suficiente. Creo que lo mejor es mojarse los labios con el imperecedero final de la cinta que podéis ver más arriba, sin duda una de las cumbres terroríficas de la historia del cine.
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