Se habla hoy de beber un Margarita y suena a cóctel de dama. Más bien, de treinteañera larga a cuarentona corta que sale a pasar una noche loca con su grupo de amigas. La tele, como siempre, que nos pervierte, y ahí que vemos a las protagonistas de Sexo en Nueva York degustando su Margarita de rigor cuando se cansan de pedir el Manhattan.
Pero mucho antes de eso, en los días felices en los que la tele no existía o, como mucho, pasaban I love Lucy, Los Intocables o The Dean Martin & Jerry Lewis Colgate Comedy Hour, antes, decía, el Margarita tenía otra connotaciones. Los destellos verdes del brebaje llevaban (aún hoy lo consiguen con algunos aún no infectados por el virus de la modernidad) hasta la costa de México, a lugares como Puerto Vallarta o Acapulco, donde uno podría encontrarse en cualquier esquina con Robert Mitchum o Glenn Ford siguiendo la pista a alguna valiosa pieza robada o a una de esas mujeres fatales que acababan contándoles siempre la vida a cuantos se cruzaban en su camino.
Como la propio tierra de México, como su historia y su gente, el Margarita bien preparado es un trago de dos extremos. Tiene un primer impacto dulce y un tiro de gracia amargo. Es uno de los pocos cócteles que soporta la presentación en copa ancha o vaso corto, del mismo modo que puede ir decorado hasta rozar el horterismo o apostar por una más apropiada austeridad.
Su preparación es tan sencilla como caer seducido por cualquiera de la dos mil canciones que compusiera José Alfredo Jiménez (si es cantada por él o por don Antonio Aguilar, tanto mejor). En una coctelera bien servida de hielo se agrega, a partes iguales, Tequila blanco, Cointreau o Triple Seco y jugo de limón o lima. Agitamos el compendio pensando en alguna playa de la costa oeste, teñida de rojo al hundirse el sol en el pacífico, y servimos en una copa con los bordes humedecidos en limón e impregnados con un poco de sal. Lo del adorno con una rodaja de lima o incluir un toque de azúcar es asunto tan personal como el tipo interior: aparentemente sin importancia pero que puede fastidiarte o salvarte el día.
Sobre el origen del cóctel Margarita se han contado muchas historias. Hay quien dice que nació en Ciudad Juárez el primer día de 1926. Una clienta pidió al cantinero del Tommy´s Place que le preparara una Magnolia. El barman sabía que aquel combinado llevaba Cointreau, zumo y algo más… así que decidió improvisar y agregarle un toque de su tequila favorito. También se cuenta que fue Danny Herrera, un conocido barman mexicano, quien en 1938, en la ciudad de Rosarito, quiso cortejar a una corista y actriz estadounidense de nombre Marjorie King. Le dio cuerpo a la ya mencionada receta y la bautizó “Margarita” como una castellanización del nombre de la chica. Claro que existe un sobrenombre de este cóctel que lleva a pensar que es anterior: “el Cadillac (de Pancho Villa)”.
Existen más especulaciones sobre el origen de esta bebida, pero para ser fieles al espíritu del Margarita, me las guardo, porque éste es un tiro más bien silencioso, que levanta espíritus y redime corazones. Y para que el preparado cumpla su cometido de la mejor manera, se le puede ayudar pinchando de fondo la melancólica banda sonora de la película de Peckinpah Pat Garrett & Billy the Kid, firmada por Bob Dylan.
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