jueves, 14 de febrero de 2008

Escenas memorables: Centauros del desierto


Suele ocupar los primeros puestos en cualquier lista que se publique sobre las mejores películas de la historia del cine, o más aún, sobre los mejores western. El comienzo y final son abordados con detalle en cualquier libro de estética cinematográfica que se precie, con esa puerta del rancho (metáfora de la comunidad) que se abre para recibir al héroe errante y, al final, cumplido el objetivo del largo viaje, la puerta que se cierra dejándole fuera, para que siga su camino.

También ha hecho correr mucha tinta la pose final del protagonista, homérico John Wayne, cogiéndose un brazo en homenaje al recién fallecido Harry Carey, cuya mujer -Olive Carey- aguantaba como puede las lágrimas como compañera de escena.

Son ese tipo de momentos mágicos que el maestro John Ford depara en cada una de sus películas. Pero es que en el caso de Centauros del desierto, el genio irlandés estaba en verdadero estado de gracia.

Estrenada en 1956, lo difícil en esta película es no resaltar algo, ya sea el guión de Frank S. Nugent, la música de Max Steiner o la impactante fotografía de Winton C. Hoch, que nos regala un Monument Valley más imponente que nunca.

Sin embargo, entre tanto trabajo impecable, entre tanto personaje entrañable (memorable Hank Worden en busca de una mecedora) y en medio de una historia tan dura como amarga, Ford lanza un guiño al espectador enseñando el extremo de un hilo del que muchos han querido tirar durante más de cincuenta años.

Me refiero con eso a la historia de amor entre el protagonista, Ethan Edwards, y su cuñada, de la que nada se dice pero de la que todo se cuenta, con dos miradas y una tercera que no quiere ver. A saber: Edwards vuelve errante a casa de su hermano tras la guerra civil y allí encuentra un cálido hogar constituido por el matrimonio, tres hijos y el perro de rigor. Todo es normal y entrañable. Un grupo de exploradores llega al día siguiente para alertarles de ataques comanches a las granjas de los alrededores. Lo capitanea un viejo amigo y compañero de armas de los Edwards, el reverendo Samuel Clayton (virtuoso Ward Bond). Ethan decide acompañar al grupo para que su hermano pueda quedarse en casa a cuidar de su familia... y entonces llega la escena impagable.

Todos están fuera, menos el reverendo, que degusta un café sonriendo tras bromear con los niños. Pero de pronto, su semblante cambia al ver cómo Martha Edwards, con notable melancolía, coge con cuidado el capote de su cuñado, y lo acaricia, y le quita algunas motas. Entonces entra Ethan y ella sale de la habitación a su encuentro. Y el reverendo gira la cabeza y pierde la mirada. Ethan recibe de su cuñada el capote y el sombrero, intercambian miradas, y sus manos se rozan de soslayo. Un beso en la frente sirve de despedida. Y Martha mira fugazmente al reverendo...

En apenas treinta segundos, Ford cuenta una historia de amor que no pudo ser, un sacrificio más de Ethan para no romper el hogar forjado por su hermano que tanto envidia, porque sabe que él nunca podrá conseguir algo así. Y el reverendo, el viejo amigo, lo sabe todo, y todo lo calla.

Una película para ver una y mil veces, como cualquiera de John Ford, grande entre los grandes. Y una escena, con el tradicional ‘Lorena’ sonando de fondo, para emocionarse otras tantas más.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy interesante